martes, 25 de marzo de 2008

Estambul (I)

Visitar una ciudad desconocida es como hacer el amor con un amante nuevo por primera vez. Es la incertidumbre, la impaciencia, el deseo, las ansias de conquistar y de ser conquistado. La sangre fluye más deprisa, y el laberinto de las calles se convierte en la piel sobre la que trazaremos nuestros pasos, nuestras caricias, la que descubriremos con todos los sentidos. Y Estambul, igual que un buen amante, viene a mi de noche, subiendo hacia el avión con sus luces interminables separadas tan solamente por la espesura negra del Bósforo. No se puede esperar menos de una ciudad que promete seducir con sus colores, olores, sabores y sonidos, aunque por ahora, de noche, esté silenciosa y desierta, como permitiendo que el viajero la descubra sin sobresaltos mientras se desplaza en un taxi con la luz de los minaretes de fondo.

El primer Estambul que descubre el viajero es el Estambul monumental, el de las grandes mezquitas, el de los palacios, el más visible, el imposible de no ver. Nada más bajar por la calle en la que se encuentra el hotel se divisa a lo lejos, como flotando en el aire a pesar de sus imponentes dimensiones, la Mezquita Azul, cuyas cúpulas y semicúpulas se precipitan en una cascada de cemento gris que, sin embargo, a determinadas horas del día toma prestado el color del cielo que guarda celosamente sus seis minaretes. Pero su interior es azul siempre, en cualquier momento, gracias más de veinte mil de los famosos azulejos de Iznik que cubren sus muros, y gracias a numerosas vidrieras que tiñen de añiles e índigos la luz que se filtra sobre las cabezas que se inclinan hacia la Meca. Los pasos son silenciosos, amortiguados por el suave tacto de la gran alfombra por la que todos caminan descalzos hasta llegar a algunos metros de mihrab tallado en mármol blanco; más allá solamente pasan los creyentes, hombres, porque las mujeres se quedan tras las celosías cubriendo las cabezas con sus pañuelos.





La Mezquita Azul será una constante en este viaje; la veré iluminada de noche, con los primeros rayos del sol, tras la fina cortina de la lluvia. Pero hay más mezquitas, muchas más mezquitas diseminadas por la ciudad, arañando las nubes con sus esbeltos minaretes de las que varias veces al día se oye la llamada a la oración. Está por ejemplo la mezquita de Beyazit, la primera de las mezquitas imperiales, con una plaza a sus espaldas que por sus palomas me recuerda con fuerza la Plaza de San Marcos de Venecia, que vi hace ya unos veinticinco años. Está la imponente mezquita de Solimán (o Süleymaniye Camii) que domina altivamente el Cuerno de Oro con su silueta reconocible desde lejos. Está la Yeni Camii, la Mezquita Nueva, y su vecina, la mezquita de Rustem Pasha, una de las más encantadoras de la ciudad a pesar de su pequeño tamaño, quizás porque se eleva sobre bulliciosos callejones del barrio Eminönü, escondiéndose entre pequeñas tiendecitas y puestos que la rodean. Está también la mezquita de Fatih, la más conservadora de la ciudad, pero que sin embargo es la que permite al viajero acercarse a todos sus rincones después de llegar a ella a través de una escalinata en la que se desperezan los omnipresentes gatos de Estambul.



Pero los gatos ya pertenecen a otro capítulo...

(Más fotos, como siempre, en el blog fotográfico, aquí).

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