jueves, 30 de abril de 2009

Grecia: Ocious Loukas y Delphos

Es quizás mejor dejar de lado el viaje hacia Grecia (muy largo y con muchas esperas), y la primera noche después de aterrizar en Atenas (el hotel daba un poco de miedo). Es mejor simplemente abandonar Atenas con sus eternizantes atascos y coches que parecen estar locos, y sumergirse de lleno en los campos de Grecia, primero llanos y luego creciendo en montañas, llenas de verdor fresco y de olor a hierba cortada. Porque la primera sensación al bajarme del coche en medio del camino hacia Delphos es precisamente la del olor: huelen los cipreses, el sol y los almendros en flor mientras las nubes se detienen en las cimas de las montañas creando sobre ellas formas claras y oscuras. La quietud de las montañas impresiona, porque parece que guardan lo secretos del nacimiento de las antiguas civilizaciones. Puede que sea así, porque las montañas tienen una memoria larga, tan larga que los paseos de los hombres por sus cimas les pueden parecer tan sólo un instante en el que se sientan incomodadas.



Las carreteras serpentean en una montaña que intuye al mar no demasiado lejos, pero no lo ve. Lleva a sitios sagrados, tan difíciles en acceso en aquellos días en los que no había coches ni asfalto, y quizás por ello más venerados, más queridos, más buscados en los tiempos difíciles. El primero de ellos es el Monasterio de San Lucas, ubicado en la ladera de la montaña desde hace casi diez siglos. La iglesia es de estilo bizantino, construida con grandes sillares de piedra grisácea con la que contrasta el tono rojizo de los ladrillos y con el azul nublado del cielo. No es muy grande, pero está ricamente ornamentada con mosaicos que juegan con los diferentes tonos de dorado, que contrasta con la frialdad de piedra de sus altares. Hay un silencio casi absoluto; pocos turistas se asoman a estos parajes en las fechas tan primaverales, y así es más fácil construir el silencio, el recogimiento, la tranquilidad de la vida monacal. El viento fresco que aparece cada vez que el sol se esconde tras las nubes, es el que empuja a seguir el camino, siempre con los ojos abiertos a los parajes singulares.



Y la siguiente parada es Delphos, aquella Delphos que en algún momento era el centro del universo, la que decidía los destinos y los azares de las pequeñas naciones griegas por designios de sus oráculos. Hoy no le pregunto nada al oráculo de Delphos porque no quedan de él nada más que ruinas que llevan sus columnas heridas hacia los cielos, como pidiendo ayuda o quejándose a los antiguos dioses por haberlas abandonado, haberse escondido ya para siempre en las inaccesibles simas del Olimpo dejando solos a los humanos y a sus construcciones. ¿Dónde estáis?, parecen preguntar, y sus preguntas nunca obtienen respuestas, siempre quedan sin contestar, o quizás la respuesta es demasiado ambigua, como antaño lo eran las respuestas de las pitonisas envueltas en el humo.



Camino al siguiente destino, los monasterios de Meteora, vemos las cumbres nevadas del Parnaso, y yo me pregunto si las musas siguen allí enviándonos las inspiraciones venidas de su amo, el dios Apollo. Ojalá me mandaran a mi alguna señal. Pero no ocurre nada; descendemos hacia la planicie cubierta con el trigo aún verde, aunque el sol juega con él dándole toques dorados. La noche cae. Sólo cabe buscar el hotel y esperar a la mañana siguiente.

domingo, 26 de abril de 2009

Bélgica

La elección del lugar del viaje es realmente algo casual. Cuestiones de azar, o quizás más bien de combinación de vuelos, pero la decisión es bastante rápida: nos merecemos un fin de semana de desconexión total en Bélgica, y allá vamos. Después del trabajo sólo queda agarrar las maletas e ir corriendo al aeropuerto. Una escala en Madrid y nos plantamos de noche ya en Bruselas; debido a un pequeño retraso de una hora llegamos al aeropuerto belga ya cuando no hay trenes hacia el centro, lo que nos obliga a coger un taxi, y eso es (digamos) el principio malo de la noche. El segundo infortunio del viaje viene después: ya dejados los equipajes en el hotel bajamos a dar un pequeño paseo por las calles céntricas de Bruselas y comer algo, y en un pequeño bar a José le roban el dinero que ha llevado para el viaje. Menos mal que por lo menos le dejan los documentos y las tarjetas, pero la verdad es que el humor se nos chafa un poco. Y sin embargo en los dos días siguientes nos lo pasamos muy bien, y ya no hay más incidentes desagradables.

El sábado, a pesar de las previsiones, se levanta soleado y sin frío excesivo para estar al principio de marzo. Después de desayunar en el hotel dejamos allí los equipajes y nos lanzamos a la conquista del centro de Bruselas. Nosotros... y un montón de catalanes que se hacen notar por las calles con sus banderas y sus cánticos; se han congregado en Bruselas precisamente este fin de semana para reclamar su independencia ante las instituciones de la Unión Europea. Claro que a nosotros tanto independentista no nos asusta, y hacemos la primera parada donde el niño meón, el famoso Manneken Pis, el símbolo de Bruselas. Pero a mi más que esta estatua me llaman más la atención los “wafels”: deliciosos gofres que llevan chocolate o fresas o nata (o todo ello), y que descubrimos en varios establecimientos diseminados a lo largo de la calle que nos lleva a la Grand Place, la plaza más famosa del centro de Bruselas.





En la Grand Place la arquitectura gótica del Ayuntamiento y de la Casa del Rey llama poderosamente la atención, tanto de noche (la vimos la noche de llegada en nuestro corto paseo) como de día; hay que decir que de día la plaza tiene un aspecto más alegre, y destacan mucho más los detalles de las casas que la rodean, y que conservan en sus vigas y sus estructuras las tradiciones de los antiguos gremios. El sol brilla sacando destellos de los dorados de algunos palacios, y un pequeño vivero improvisado en medio de la plaza le dan un verdor fresco y agradable que contrasta con los adoquines.



El paseo por las calles del centro es muy entretenido, sobre todo gracias a la contemplación de los escaparates de las tiendas de chocolate, delante de los cuales casi literalmente se nos cae la baba. Porque, ¿qué es lo que no hay allí? Bombones, figurillas, tabletas de chocolate y, como no, chocolate líquido que mana de pequeñas fuentes que invitan a mojar allí los dedos para llevárselos rápidamente a la boca... Y luego las calles, bulliciosas y llenas de comercios decorados siempre de manera tan original, las galerías y las plazas hasta que llegamos a la catedral.



Es ya mediodía y toca un pequeño descanso: un té para mi y una gran cerveza de trigo blanco para José justamente al lado de la plaza de Sablon, donde luego paseamos por el pequeño mercadillo que, suponemos, se monta allí los fines de semana. Donde nos paramos un rato más largo es en Petit Sablon, un parquecito en medio de la ciudad que invita a sentarse y disfrutar de su verdor, y donde las palomas son tan grandes que parecen gansos.



En el paseo hacia el distrito de los museos descubrimos el de los instrumentos musicales, ubicado en un precioso edificio en estilo Art Nouveau de evocador nombre “Old England”. Es interesante contemplar, a parte de la vasta colección de instrumentos repartida en varias plantas, las vigas de hierro del edificio y las vistas que ofrece desde el restaurante ubicado en la cima de éste; las vistas son tan cautivadoras que nos quedamos allí para comer, ya que el hambre aprieta ya. Luego queda tiempo para volver paseando por el centro hacia el hotel (comiendo por el camino uno de los deliciosos “wafels”), porque esta noche ya no nos quedamos en Bruselas, sino en Brujas.



A Brujas llegamos de noche, y encontramos sin problemas nuestro hotel, ubicado justamente al borde del centro. Después de descansar un poco salimos para hacer la primera exploración de esta pequeña ciudad, y también para cenar algo. La ciudad de casitas pequeñas, hechas casi para muñecas, parece absolutamente dormida: sólo algún fantasma se nos cruza en el camino mientras caminamos por la noche fresca. Cenamos en el “Bistro de Tolkien” (ya que en la Taberna de los Hobbits no había mesa) después de tomarnos algo en una cervecería internacional donde entramos en calor al lado de una pequeña chimenea. Y después de cenar damos un pequeño paseo para ver la ciudad iluminada por las luces y volvemos al abrazo cálido de nuestra pequeña habitación.



A la mañana siguiente, después de un suculento desayuno nos disponemos a ver la ciudad de día. Los primeros pasos nos llevan a través de estrechas calles surcadas por los canales a un sitio pintoresco llamado Minnewater, un pequeño lago rodeado de árboles y pequeñas casitas con algunas tiendecitas llenas de encanto. De allí nos vamos callejeando hacia el Markt, la plaza central, pasando por los canales, tiendas, chocolaterías... El sol nos acompaña, y las fotos salen estupendas, tanto en la plaza del Markt como la del Burg, algo más fría aunque con apariencia de ser más rica. A mediodía descansamos un rato en una cafetería, y luego hacemos las compras: hay que llevar suficiente chocolate tanto para nuestras familias, como hacer un buen acopio para nosotros mismos. No podemos quedarnos sin llevar un trocito de Bélgica con nosotros... Y aunque a Sevilla llegamos tarde, después de coger el tren de vuelta a Bruselas, el avión a Madrid y otro hacia nuestra ciudad, estamos realmente contentos con nuestro fin de semana lleno de sol, bellas ciudades, buenas comidas y como no, de chocolate.