martes, 30 de septiembre de 2008

Budapest - Praga, día 6

Amanecemos en nuestro nuevo cuarto; hoy parece que todas estamos más descansadas que después de la noche anterior, todas menos Paola, a la que le tocó el colchón con algún muelle rebelde (o quizás simplemente cansado por aguantar tantos viajeros). Pao es la primera en levantarse, como de costumbre, y envuelta todavía en sueño le pido que mire por la ventana y que me de alguna alegría. Y no hace falta que me diga nada: en cuanto descorre la cortina, la luz de sol inunda la habitación (mucho más grande que la anterior, todo hay que decirlo). Tenemos suerte, vamos a ver a Praga con buen tiempo.



Salimos a la calle extasiadas por el sol; después del obligatorio paso por la Plaza de Wenceslao nos sumergimos en el casco antiguo de Praga, no sin parar primero en nuestro sitio favorito para desayunar, Coffee Heaven, al que volveremos una y otra vez en nuestras andanzas por la capital checa. Se nos hace un poco tarde, pero aprovechamos la hora en punto para acercarnos otra vez al famoso reloj astronómico del antiguo ayuntamiento y para ver los movimientos de sus figuras y escuchar el canto del gallo que anuncia el cambio de hora.



Y la hora que marca es la hora de sumergirse en las callejuelas de Praga, de admirar sus edificios llenos de emblemas, pinturas y escudos, de ver sus tiendas llenas de cristales, granates, productos típicos, artesanía, marionetas. El bullicio crece conforme nos acercamos al famoso puente de Carlos, del que dicen las guías (y con razón) que es el sitio de Praga con más personas por metro cuadrado. Es cierto; no es fácil el paso por el puente, ni la admiración de las figuras que le dan fama, pero aún así disfrutamos de los pequeños tenderetes, de algún artista callejero que canta ópera o hace bailar a sus marionetas, de las vistas sobre Malá Strana y sobre el castillo de Hrad.









Conforme subimos la calle Mostecka, ya al otro lado del puente, el gentío se disipa, y las calles nos acojen con su sombra a la que tanto echamos de menos en el puente con el sol apretando fuerte, como intentando compensarnos por el frío del día anterior. La plazuela a la que dominan las impresionantes cúpulas de la Iglesia de San Nicolás parece estar sumida en un sueño tranquilo de días felices y nosotras, cansadas ya de andar, decidimos hacer una pausa para comer (delicioso recuerdo de brócolis con queso...). Pero toca seguir subiendo las colinas de Hrad, y nosotras recorremos lentamente la calle Nerudova con sus famosas casas llenas de decoración que les da nombre, hasta llegar a la plaza que da acceso al castillo. Desde la colina, Praga aparecce a nuestros pies como un sueño de tejados, torres y cúpulas y del río que transcurre entre ellos con placidez de sentirse arropado por el tranquilo hormiguero humano.







El castillo de Hrad es en realidad una sucesión de patios, cada cual más interesante; en medio del castillo la Catedral de San Vito se asoma con sus torres puntiagudas que se ven parcialmente de fuera. Dentro, las vidrieras de Mucha filtran la luz de sol que ya va descendiendo sobre Praga. En el siguiente patio la Basílica de San Jorge nos entretiene un rato, pero nosotras estamos impacientes por descubrir por fin la Callejuela de Oro, donde antiguamente vivían los artesanos que trabajaban este precioso metal. En sus casitas, tan bajitas que parecen de muñecas, se siguen vendiendo objetos de artesanía, como aquellos marcapáginas tan graciosos que compramos justamente antes de que cierren las tiendas.





Es hora de bajar del castillo; cruzamos el río por un puente diferente y paseamos de nuevo por las calles del barrio antiguo, ahora bañadas en luz realmente dorada del sol que se va escondiendo tras el horizonte. La noche tendrá todavía tesoros escondidos para nosotras; después de una ligera cena vamos a uno de tantos clubs de jazz que se esconden por los sótanos de la ciudad. El grupo es estupendo, la música fluye a veces con fuerza a veces con melancolía escondida. El jazz, siempre jazz. Y la noche oscura se ilumina por un momento con los recuerdos de tus manos, de tu boca, de tu aliento.

viernes, 26 de septiembre de 2008

Budapest - Praga, día 4 y 5

Es tiempo de despedirse de Budapest; en nuestro cuarto día de viaje nos toca desplazarnos de Hungría a Praga, la famosísima ciudad dorada. Nos decantamos por el autobus; el viaje es tan sólo una hora más largo que en tren, y es a cambio mucho más barato. También es cierto que nos hará pasar más estrés: a la hora de salida y en el lugar acordado el autobús no está, pero si a cambio un montón de gente nerviosa (muchos españoles entre otros) que no sabe qué hacer y teme quedarse tirada en Budapest sin poder llegar a República Checa. Llamadas por teléfono a la agencia de viajes checa que fleta los autobuses; finalmente me dicen que no nos preocupemos, que el autobús tiene algo de retraso y que ya nos recogerá.

A pesar de accidentado principio de viaje, luego las cosas mejoran. Primero, porque el autobús no está nada mal, y yo duermo muy a gustito (mis compañeras no tanto, pero claro, para esto hay que contar con mi gen particular que me hace dormir en cualquier medio de transporte casi antes de que éste se ponga en marcha). Segundo, porque justamente a la hora de comer paramos en Bratislava, y logramos agenciarnos los bocadillos más ricos que haya tenido el gusto de comer en mi vida. Y no hablemos del postre: enormes trozos de bizcocho con ciruela o con fresa, esponjosos y blanditos: que se escondan las magdalenas de Proust, que se me hace boca agua cada vez que los recuerdo.

El resto del viaje está un poco pasado por agua; en los aproximadamente 600 km que separan las dos capitales el tiempo cambia drásticamente y Praga, a la que llegamos con bastante retraso por culpa de un monumental atasco a la entrada, nos da la bienvenida con viento y lluvia, ocultando sus colores tras nubes oscuras que no presagian nada bueno. La llegada al hotel que tenemos reservado lo confirma: en nuestra habitación "triple" hay una cama de matrimonio con un colchón deplorable, y un sillón-cama estrechísimo, cortito y además con cabecero inclinado. ¿Y ahora qué hacemos? Está claro que no estamos dispuestas a que ninguna duerma en esa "cosa", pero una pequeña exploración por los hoteles de la zona nos deja claro que será prácticamente imposible encontrar alguna otra habitación para cuatro noches en Praga, porque a parte de caer allí en fin de semana encima hay puente. También lo sabe el personal de nuestro hotel cuando vamos a la recepción a protestar por la habitación asignada; al final después de mucho pataleo conseguimos que nos prometan el cambio de habitación al día siguiente. Esta noche no tendremos más remedio que dormir las tres juntas en la cama de matrimonio; menos mal que por lo menos antes nos pegamos un magnífico homenaje en un pequeño restaurante que descubrimos en los sótanos de una casa cercana. Ya sabremos para los días venideros que el pato es uno de los platos estrella de la cocina checa...

La noche no es demasiado cómoda, pero la sobrevivimos; la mañana siguiente tampoco tiene mejor pinta: el cielo detrás de la ventana de la habitación es gris plomizo, oscuro, pesado, y cae desde él una lluvia que parece interminable. No es el mejor día para visitar nada, y además no tenemos suficiente ropa de abrigo, así que paseamos por algunas tiendas de ropa de la Plaza de Wenceslao, tan cercana a nuestro alojamiento, y que es la llave del casco antiguo que hoy se cubre con una alfombra de paraguas que flotan a escasos metros de la acera, por encima de las cabezas que se esconden de tanta agua. Más que pasear por las calles nos metemos en los comercios para resguardarnos de frío, y después de comer decidimos volver un rato al hotel, para cambiar de habitación y cambiar la ropa mojada. Pero Praga tiene también otros atractivos a parte de sus calles, así que por la noche decidimos ir al famoso teatro negro.





El espectáculo se celebra en una sala pequeñita y nada especial, pero todo eso se olvida en cuando se levanta el telón. Sobre un fondo negro como la noche más oscura, los objetos se mueven solo, vuelan, levitan y hacen maravillas con los actores. El lenguaje del humor es universal, así que se puede prescindir completamente de palabras y aún así hacer reír y disfrutar al público tan internacional como el que compone el aforo. Los tesoros culturales de Praga no decepcionan, y después de cenar algo ligero volvemos al hotel abrigando esperanzas de algún que otro rayo de sol al día siguiente.

martes, 23 de septiembre de 2008

Budapest - Praga, día 3

El largo paseo por Buda del día anterior se deja sentir en las piernas durante nuestro último día de estancia en la capital húngara. A estas alturas el orden matutino está ya configurado, y seguirá sin cambiar hasta el final del viaje: la primera en levantarse es Paola, porque es la que más tarda en arreglarse, hasta el punto que yo, que me levanto la último, muchas veces acabo lista antes que ella. No es tan fácil que tres chicas se pongan "monísimas" con tan sólo un baño y sin perder toda la mañana, pero la mayoría de los días lo logramos; en Budapest entre otras cosas porque el desayuno está incluído en el precio del hotel, y si queremos aprovecharlo, no podemos bajar demasiado tarde. De paso aprovechamos unos minutos de la mañana para hacer algunas compras por el barrio: las botellas de agua, algo de fruta (a Blanca y Paola se les ponen los ojos como platos cuando ven las moras, los arándanos y otras frutas tan sabrosas y a precio tan bajo), algún chicle, el famoso vino "Tokaji" que traeremos a nuestros seres queridos como regalo de viaje. Porque hoy tocará ya despedirse de Budapest, y ver todo lo que todavía no hemos podido ver, esta vez en la orilla de Pest.

Empezamos el día con una visita que le hace una especial ilusión a Blanca: después de un corto paseo a trávés del Barrio Judío nos plantamos en frente de la Academia de Música (el equivalente de nuestro Conservatorio Superior), cuya fachada delata ya lo que se esconde tras sus muros; para qué si no para la enseñanza de la música podría estar destinado un edificio con la estatua de Liszt sentada majestuosamente encima de la entrada principal. No es de hecho la única estatua del famoso compositor que encontramos: en las inmediaciones de la Academia se puede descubrir una deliciosa plaza a la que Liszt también da nombre, y donde se halla, a parte de muchos restaurantes y barecitos muy concurridos por las noches, una efigie algo alocada del músico húngaro que descansa en la sombra húmeda de los árboles.



Seguimos bajando hacia el río por la calle Andrássy, a la que describen como la calle comercial más lujosa de Budapest; tan lujosa es que sólo entramos en una tienda de zapatos (donde Paola y yo compramos unas chanclillas en rebajas) y el resto preferimos ni mirarlo. La Ópera y el Palacio Drechsler son algunos edificios que nos acompañan por el camino, hasta que divisamos de lejos las cúpulas de la Basílica de San Esteban, , el mayor templo de la ciudad, cuya silueta ya conocemos a través de nuestros paseos por el otro lado del río.



No se puede decir que hoy tengamos mucha suerte: después de acercarnos callejeando hasta el Parlamento y hacer más de una hora de cola a pleno sol que pega con fuerza (el único alivio son los aspersores del césped de la plaza), nos anuncian que el cupo de entradas para el día ya está agotado, y que sólo se puede coger para el día siguiente, cosa que no nos consuela mucho ya que en esos momentos ya estaremos camino a Praga. Para consolarnos, y después de una comida bastante rica, nos vamos a los famosos baños de hotel - balneario Gellert. Después de una pequeña trifulca con la cajera en la entrada, y después de perdernos un poco en aquel laberinto de taquillas, piscinas, vestuarios y pasillos interminables, por fin llegamos a la piscina de las columnas de la que tanto hablan todas las guías turísticas. Es muy bonita; pero nosotras hemos estado en los baños árabes de Sevilla, y esta vez en ataque de patriotismo, nos quedamos con los que tenemos en nuestra ciudad.



Lo que si es cierto que los baños dejan a uno relajado, sin fuerzas. Nos movemos hacia la plaza de Ferenc Liszt, para tomarnos unas copillas; sentarse en medio del bullicio de la plaza no deja de ser un pequeño sosiego en este día que tampoco nos desveló demasiadas maravillas de la ciudad. Todavía nos queda andar un rato en busca de un restaurante que le recomendaron a Paola, pero cuando llegamos, ya lo están cerrando y nos tenemos que conformar con una ensalada en un velador de la calle Vaci. Son los últimos momentos en Budapest, ciudad que nos despide con calor y con suave susurro del Danubio.

viernes, 19 de septiembre de 2008

Budapest - Praga, día 2

Budapest es la conjunción de Buda y de Pest, antiguamente dos pueblos que se miraban frente a frente a través del Danubio y que hoy juntas forman la capital húngara. Para el primero de los dos días completos que pasaremos aquí elegimos Buda, quizás porque nos parece más grande o más monumental, y queremos atacarla todavía con las fuerzas. El metro nos lleva hacia la plaza Bethyány, rodeada de iglesias barrocas entre las que destaca la de Santa Ana con sus cascos oxidados por el paso del tiempo y que miran dee reojo al majuestuoso edificio del Parlamento que se nos muestra orgulloso en la orilla de Pest. Camino al casco antiguo de Buda pasamos por la iglesia calvinista que mira al río con su torre que aspira a llegar al cielo, y con sus tejados cubiertos de cerámica brillante de color marrón que hace juego coqueto con el color de los ladrillos que conforman sus paredes. Las calles inundadas por el sol serpentean hacia arriba con la tranquilidad de llevarnos allá donde lo podremos ver todo desde una perspectiva diferente; el Bastión de los Pescadores se erige delante de nosotras invitando a subir por sus escaleras largas y prometiendo sombras que luego son solamente espejismos. En la pequeña plaza a la que el bastión da respaldo encontramos la iglesia de Matías, que alterna la fealdad de los andamios con el contraste entre el blanco de sus muros y los colores vivos de las tejas. La estatua de San Esteban que preside la plazuela mira a los presentes desde su altura de monumento en el que dejan huella las inclemencias del tiempo en forma de patina verdosa; pero lo mejor son las galerías del Bastión de los Pescadores, con sus arcos de medio punto a través de los cuales la ciudad aparece a veces nítida, a veces brumosa como una bella irrealidad.





Es bella también la iglesia de Matías por dentro, con el frescor de sus paredes cubiertas de frescos que se pierden en geometrías coloridas resaltadas por los diseños de sus vidrieras. Es un descanso antes de salir a la plaza de la Trinidad que nos conducirá por las calles señoriales del casco antiguo, con las grandes casas guardadas por puertas grandes y pequeñas, por las rejas trenzadas en las ventanas, y con comercios que se anuncian con delicados dibujos de hierro, casas que esconden en su interior patios frondosos que invitan a sentarse y respirar algo de aire fresco entre tanto calor.





Después de comer ligeramente nos dirigimos hacia el palacio, una mole gris con un marcado carácter Habsburgo que carece de gran interés salvo por las vistas que ofrece sobre la orilla de Pest, el Parlamento, la Basílica de San Esteban y el Puente de las Cadenas. Sólo la parte posterior del palacio, aquella que mira hacia el monte Gellert, ofrece patios verdes, torres altas y pasadizos con encanto; así el Palacio Real lo abandonamos muy pronto, sin dejar de pasar por la puerta franqueda por leones en calma, por un lado, y leones rugiendo, por el otro.



El último punto del día es el Monte Gellert, al que primero damos la vuelta, y luego subimos, no sin esfuerzo y con aliento entrecortado. Pero vale la pena. Un atardecer teñido de ténues rosas y naranjas se extiende por el cielo; la estatua a la Liberación extiende sus brazos hacia un cielo todavía azul, y la ciudad se extiende a nuestros pies ofreciéndonos todos sus encantos. Sentadas en un pequeño bar esperaremos a que la noche cubra con su mano oscura los edificios que, a su vez, responderán con las luces que brillarán inquietas a lo lejos. A la vuelta nos perderemos un poco; nos montaremos en un autobús sin billetes, nos encontraremos en algún sitio de Budapest al que no conocemos, y cogeremos finalmente un tranvía que nos llevará de vuelta a la tranquilidad del hotel. Todavía nos queda otro día para seguir descubriendo la ciudad...



jueves, 18 de septiembre de 2008

Budapest - Praga, día 1

En realidad este viaje tiene un día cero, el día en el que todo empezó. Y también tiene muchos días de búsquedas de billetes, de hoteles, de ilusiones tal vez. Pero claro, el relato tiene que tener su principio ubicado espacial y temporalmente, y este principio aparece un lunes de agosto a las once de la noche en la sevillana estación de autobuses de Plaza de Armas. Tres maletas, tres bolsos y tres pares de ojos, marrones los de Blanca, verdes los de Paola y azules los míos están a la expectativa de lo que vayan a ver en este viaje que empieza de noche y con la incomodidad de dormir acurrucadas en un autobus que tarda más de seis horas en llegar a su destino, Madrid. La espera a que abran el metro en medio de la noche, cuando el sueño se ha alejado por momento y hasta apetece sacar algunos apuntes para leer (que es mi caso evidentemente; mis compañeras de viaje no son por suerte tan frikis...). Cabeceos en los vagones del metro repleto de caras somnolientas y de gente dormida que, curiosamente, se despierta justo en la parada en la que deben bajar. Y el aeropuerto de Barajas, igual de frío a todas las horas del día y de la noche, con esa misma indiferencia de lugares que se saben de paso. El desayuno es de paso, sin esas tostadas de siempre, y las compras también son de paso, de decisión rápida de aquellos que saben que no volverán al mismo sitio.

El vuelo se retrasa un poco; estamos ya en la pista de despegue cuando damos la vuelta por un problema técnico, arreglado en menos de una hora. Nos acordaremos de ello a la vuelta, cuando veremos en las noticias el terrible accidente de Barajas. Pero por ahora nuestro avión despega sin problemas, y al cabo de unas pocas horas aterrizamos en el aeropuerto de Budapest. Cogemos un pequeño microbus hasta el hotel, y después de una refrescante duchita salimos a la calle para descubrir la ciudad. El plan es tomar un barco para navegar por el Danubio al atardecer y de noche, y para llegar al río primero cruzamos el barrio judío, con su sinagoga de doradas cúpulas y un pequeño cementerio que recuerda tantas generaciones muertas. Las calles de edificios antiguos y modernistas se abren hacia la Vaci utca, la calle más comercial y más cara de Budapest, que transcurre paralela al río, hasta que llegamos a la estación de Vigadó, al embarcadero.



El atardecer tiñe ya de rosa las dos orillas del Danubio, las colinas de Buda y los edificios monumentales de Pest, y nosotras pasamos en el barco debajo de los puentes que hacen que estos dos antiguos pueblos se miren uno al otro, se vuelquen hacia el río y que convergan hasta ser una única ciudad. El lento paseo por las aguas ayuda a crear un mapa mental de la ciudad a la que descubriremos en los días siguientes a pie. El monte Gellert, el Palacio Real que se eleva con orgullo sobre la orilla de Buda, y el Parlamento que brilla en la noche iluminado por los focos y por la luna casi llena; hay algo de magia en mirar todo aquello justamente desde el punto intermedio, observando como la luz cambiante juega con los edificios sacando de ellos figuras imposibles.



Después de esta introducción a la ciudad y a su gastronomía (Paola arrasa con el bufet libre ;)) volvemos al hotel, dando un pequeño paseo por Vaci utca y mirando sus escaparates. No es muy tarde, pero la ciudad ya está dormida, y nosotras ya vamos sintiendo el cansancio del viaje que duró casi dieciocho horas, así que nos metemos en las camas para preparar el cuerpo para los paseos del día siguiente.

miércoles, 10 de septiembre de 2008

La Gomera

La Gomera es un pequeño bombón perdido en medio del océano que lo creó con sus volcanes caprichosos. Como cualquier bombón, se compone de dos capas: un exterior de piedra desnuda y abrupta, azotada por el rumor de las olas, y el interior crujiente y verde del parque de Garajonay, una isla dentro de la isla gracias a las nubes que se quedan allí atrapadas por las encantadas y encantadoras ninfas del bosque.



El ferry nos lleva desde Tenerife hasta San Sebastián de La Gomera en un viaje nublado por las brumas marinas y también algo de sueño profundizado por los vaivenes de las olas. La llegada es a la vez el punto de partida; sólo tardamos un momento en alquilar un coche que nos llevará por toda la isla y ya nos ponemos en camino, en continuo ascenso, hacia Hermigua y Agulo. Las nubes se condensan conforme avanzamos hacia arriba de las montañas, y la piedra gris y expuesta se vuelve verde abrigándose con arbustos y árboles, con un bosque cada vez más denso. Nos apartamos del camino para adentrarnos más en la espesura verde donde la vista se pierde buscando picos de la montañas que se ocultan tras nubes que a veces se quedan quietos como un bloque de hielo, y otras veces corren como huyendo de una fuerza inexplicable y acechante. Acercarse a la costa, a los pintorescos pueblos de Hermigua y Agulo, es un pequeño respiro y espanto a las nubes, pero nosotros seguimos otra vez la llamada del bosque, y decidimos cruzar el parque de Garajonay con un coche pequeño, hecho a la medida de carretera que más bien parece un hilo gris que abraza las montañas confundiéndose con la vegetación. Ésta es tan espesa que a veces crea túneles de suave verdor; otras, deja pasar algunos rayos de sol que juegan a crear formas extrañas en el bosque y despiertan a los duendecillos que seguramente viven allí. Sobre el lecho de hojas secas, troncos ya muertos cubiertos de musgo simulan ser lagartos milenarios o dragones feroces, aunque dormidos. Estamos solos en medio de la nada, y es la nada la que se puede escuchar aquí, siempre que el viento no agite las hojas de los árboles o los pajaros entonen su canción, libre de toda intervención humana, pura como nunca.





Nos quedamos con las ganas de adentrarnos más al bosque, de descubrir sus senderos, sus secretos ocultos. Pero el tiempo nos apremia y nos dirigimos otra vez hacia la costa, no sin pararnos en aquellos miradores desde los que se puede divisar otras islas, siempre por encima de las nubes, o escuchar el zumbido del mar, semejante a una abeja constante, desde lejos. Desde el último mirador se nos abre la vista sobre el Valle Gran Rey, un impresionante zarpazo entre las montañas que, cubierto de palmeras descendiendo en terrazas, se inclina hacia el mar con una inusitada suavidad. Comemos prácticamente al pie del mar, viendo las pequeñas barcazas balancearse con cada ola nueva; el mar es de azul oscuro, con un contraste fuerte con el azul celeste y con las flores rojas que cuelgan de los árboles que rodean el paseo marítimo. Sólo nos queda tiempo para un paseo corto por la playa, porque hay que volver a San Sebastián de La Gomera através de las carreteras serpenteadas para coger el ferry de vuelta. La promesa: algún día volveremos para quedarnos por más tiempo. Que los espíritus de Gara y de Jonay nos sean propicios.