viernes, 4 de mayo de 2012

Historia

Me acuerdo perfectamente de mi primera clase de Historia. Estaba en un 4º de primaria, viviendo en un país que en aquel entonces todavía era comunista, y el barbudo profesor que me inculcó el amor por el estudio del pasado puso en la pizarra una hermosa sentencia en latín: "Historia magistra vitae". La historia es la maestra de la vida, decía Cicerón tan sabiamente.
Mirando a los acontecimientos políticos y económicos de los últimos tiempos tengo la sensación de que todos hemos olvidado a la historia, que vivimos de espaldas a ella, que la tenemos encerrada en un baúl lleno de polvo y al que nunca abrimos. O quizás mejor dicho, nos la tienen encerrada en un baúl para que no la conozcamos, para que carezcamos de elementos de juicio para entender todo lo que ocurre a nuestro alrededor. Cómo si no de esta manera se puede explicar que agachemos las cabezas y aceptemos soluciones tan neoliberales a la actual crisis, cuando ya se demostró en su momento que el liberalismo y falta de control por parte del estado conduce a una cuestión social insostenible. Cómo si no de esta manera se puede entender que los trabajadores, los asalariados y todos aquellos que no tienen para su sustento nada más que el trabajo de sus manos o de sus mentes acepten el desmantelamiento de esta sociedad quizás no ideal, pero sí mucho más segura para todos, aclamando en los puestos políticos a aquellos para quienes son solamente una mano de obra manejable y exprimible. Cómo si no de esta manera se puede explicar que los poderosos duerman tranquilos, sin sentir en su nuca la respiración de millones a los que están despejando de su trabajo, de su educación y sanidad, de su dignidad como seres humanos, al fin y al cabo.
Espero que llegue el momento que los libros de historia se lancen otra vez a la calle. Que nos expliquen cómo vivíamos antes y cuánto esfuerzo, sangre y sacrificio supuso llegar a donde estamos hoy. Que nos ayuden a comprender que el estado que hoy en día tenemos no sólo no es insostenible, sino absolutamente necesario. Aquí y en otros rincones del planeta que todavía sueñan con un plato lleno todos los días.

viernes, 12 de junio de 2009

Entrevista

Ya se que no publico aquí mis poemas, pero si alguien tiene ganas de escuchar alguno, aquí está el link a la entrevista que me hicieron en abril de este año en una radio sevillana, Radio Estilo. Tengo un acento terrible...

http://medcuantica.com/NBaratillo/Radio/Prog19a_Dia21abrilNochesBaratillo_32Kbps.mp3

miércoles, 6 de mayo de 2009

Próximos conciertos

6 de mayo - Conservatorio Superior de Música, c/ Baños, a las 20 - recital de alumnos que sacaron enl año pasado la martícula de honor de la asignatura que importo - toca un flautista y una alumna mía (conmigo, claro). Programa: por nuestra parte, una sonata de Mozart y la segunda de Prokofiev

14 de mayo - Monasterio de la Cartuja, a las 20.30 - recital con Álvaro Ambrosio, un alumno aventajado. Programa: sonata de Debussy y la Kreutzer de Beethoven

21 de mayo - Conservatorio Superior, a las 20.30 - recital con Laura Rubiales, otra alumna. Programa: sonata nº7 de Beethoven y sonata de Franck. Este probablemente se repetirá todavía en otro sitio, pero no me han confirmado fecha.

27 de mayo y 3 de junio - COnservatorio Elemental de Música de Mairena de Aljarafe, a las 19.30. Programa: en el primero se tocarán las dos sonatas de Brahms para viola; en el otro la sonata de Debussy y la de Franck.

domingo, 3 de mayo de 2009

Grecia: Atenas

Mi primer contacto con Atenas no se puede calificar de demasiado afortunado. Ya bajando al centro de la ciudad siento que lo que había comido justamente antes me ha sentado fatal. Con que sepáis que el diagnóstico final del médico fue gastroenteritis, es suficiente; supongo que conocéis los síntomas. El resultado final: toda la tarde metida en la cama, con dolor de estómago.

Menos mal que al día siguiente me siento lo suficientemente bien como para salir a la calle e intentar visitar la ciudad. Eso sí, la subida a Acrópolis me cuesta bastante, porque me encuentro prácticamente sin fuerzas. Una vez arriba, resulta que el Partenón está cubierto de andamios casi en su totalidad, igual que el templo de Atenea Nike. Y sin embargo la explanada impresiona, igual que las ruinas de Ágora que se extienden más abajo. Una vez allí es imposible no reflexionar: ¿eso es todo lo que queda de antiguo esplendor de una civilización que de alguna manera dio la vida a toda la cultura europea? Piedras, piedras, y alguna columna que todavía se mantiene en pie. Y sin embargo, aquí nacieron aquellos conceptos que todavía hoy utilizamos, aquí es donde la forma de gobierno llamada “democracia” fue dada a la luz, aquí donde se discutía y se elegía los cargos políticos. ¿Tan poco valor tuvo eso para quedarse en meras ruinas? No sería tan poco si todavía hoy enciende nuestra imaginación, si todavía hoy sentimos agradecimiento a aquellos que construyeron aquello de lo que hoy quedan sólo estas ruinas.







Saliendo de Ágora, el bullicio de las calles llenas de pequeñas tabernas y cafés atrapa a los transeúntes y hace difícil el paso. En la plaza de Monastirakos las tiendas crecen invadiendo todas las calles de los alrededores; tiendas de ropa, de joyería, de recuerdos para los turistas, de sandalias (siempre al estilo griego)... Eso mismo se repite a lo largo del barrio de Plaka que se extiende más allá del Foro Romano y siempre a la sombra de Acrópolis, con sus callejuelas tortuosas y plazas llenas de sombras. Pero ya no hay tiempo para nada más: la Atenas blanca queda atrás, y delante sólo hay el viaje de regreso a casa.

viernes, 1 de mayo de 2009

Grecia: Monasterios Meteora y Metsovo

El amanecer descubre las rocas que se alzan en frente de las ventanas del hotel. Basta con descorrer la cortina y allí están: majestuosas en su color gris, cubiertas de surcos esculpidos por el tiempo, rectas como muchachas jóvenes. En sus cimas, cubriéndolas como sombreros, se agazapan los monasterios que desafían la gravead y los elementos.

La ruta empieza saliendo de pueblo de Katsaki, subiendo una vez más por una carretera serpenteante entre el verdor del follaje y las piedras que se alzan delante, imperturbables. Hay que parar en un lado de la carretera para ver el primero de los monasterios, el de Rousinou, porque el acceso que hay a él es una estrecha escalera de piedra, esculpida en la roca, que lleva alto, muy alto. Este monasterio es pequeño; apenas un patio cubierto de flores, otro interior con vigas de madera, y una pequeña iglesia que ni siquiera se separa del resto de monasterio, sino que queda integrada en él, elevando por encima del tejado su cúpula, tan llena de frescos en el interior. Las monjas, vestidas enteramente de negro y con pañuelos del mismo color en la cabeza, cobran religiosamente la entrada y cuidan que los que se asomen allí no pasen a las partes del monasterio no habilitadas para las visitas.



Los monasterios cierran al público siempre un día a la semana, pero éstos no suelen coincidir, por lo que siempre hay algunos a los que se puede pasar. Si están cerrados, sólo queda acercarse un poco y contemplarlos de fuera; así ocurre hoy con el Monasterio Varlaam, cuya imponente escalera llega como una ola a una puerta cerrada. Subimos más, porque en la siguiente roca se encuentra el mayor de los monasterios: el Gran Meteora, compuesto de varios edificios a los que hay que llegar primero bajando, y luego subiendo una escalera que acaba en un angosto pasillo. Se puede apreciar los mecanismos utilizados para alzar los víveres hacia el monasterio, unas cuerdas que cuelgan encima del abismo y que alcanzan las dos orillas, la de la vida normal y la de la vida monacal. Las vistas son impresionantes: no sólo seguimos viendo las rocas erguidas de Meteora, y otros monasterios que quedan más abajo, sino que a lo lejos se ven cumbres nevadas de las montañas, que contrastan tanto con la primavera que nos rodea con su abrazo de hojas recién nacidas.



Todavía visitamos algún otro monasterio, viendo también alguno a lo lejos, pero ya es la hora de comer, y elegimos la terraza de un restaurante lleno de flores y de gatos en el pueblo de Katsaki, para luego dirigirnos a un pueblo distante a unos 60 kilómetros, Metsovo. Aunque no parece estar lejos, las carreteras no ayudan en llegar pronto, aunque los paisajes montañosos valen la pena verse. Y sin embargo nuestro esfuerzo no queda recompensado: justamente al llegar allí donde las casas parecen fundirse con la montaña debido al color gris de sus piedras y de sus tejados (que son de piedras también), empieza a llover con fuerza, y las nubes parecen invadirnos con un color entre lechoso y gris. Después de dar alguna vuelta con el paraguas y tomar algo caliente, regresamos hacia Kalampaka, y el último paseo de la tarde lo hacemos por sus calles, tranquilas aunque algo ventosas. Hay que descansar ya: al día siguiente nos espera la vuelta a Atenas, y en lo que quede del día habrá que empezar a descubrir sus tesoros.

jueves, 30 de abril de 2009

Grecia: Ocious Loukas y Delphos

Es quizás mejor dejar de lado el viaje hacia Grecia (muy largo y con muchas esperas), y la primera noche después de aterrizar en Atenas (el hotel daba un poco de miedo). Es mejor simplemente abandonar Atenas con sus eternizantes atascos y coches que parecen estar locos, y sumergirse de lleno en los campos de Grecia, primero llanos y luego creciendo en montañas, llenas de verdor fresco y de olor a hierba cortada. Porque la primera sensación al bajarme del coche en medio del camino hacia Delphos es precisamente la del olor: huelen los cipreses, el sol y los almendros en flor mientras las nubes se detienen en las cimas de las montañas creando sobre ellas formas claras y oscuras. La quietud de las montañas impresiona, porque parece que guardan lo secretos del nacimiento de las antiguas civilizaciones. Puede que sea así, porque las montañas tienen una memoria larga, tan larga que los paseos de los hombres por sus cimas les pueden parecer tan sólo un instante en el que se sientan incomodadas.



Las carreteras serpentean en una montaña que intuye al mar no demasiado lejos, pero no lo ve. Lleva a sitios sagrados, tan difíciles en acceso en aquellos días en los que no había coches ni asfalto, y quizás por ello más venerados, más queridos, más buscados en los tiempos difíciles. El primero de ellos es el Monasterio de San Lucas, ubicado en la ladera de la montaña desde hace casi diez siglos. La iglesia es de estilo bizantino, construida con grandes sillares de piedra grisácea con la que contrasta el tono rojizo de los ladrillos y con el azul nublado del cielo. No es muy grande, pero está ricamente ornamentada con mosaicos que juegan con los diferentes tonos de dorado, que contrasta con la frialdad de piedra de sus altares. Hay un silencio casi absoluto; pocos turistas se asoman a estos parajes en las fechas tan primaverales, y así es más fácil construir el silencio, el recogimiento, la tranquilidad de la vida monacal. El viento fresco que aparece cada vez que el sol se esconde tras las nubes, es el que empuja a seguir el camino, siempre con los ojos abiertos a los parajes singulares.



Y la siguiente parada es Delphos, aquella Delphos que en algún momento era el centro del universo, la que decidía los destinos y los azares de las pequeñas naciones griegas por designios de sus oráculos. Hoy no le pregunto nada al oráculo de Delphos porque no quedan de él nada más que ruinas que llevan sus columnas heridas hacia los cielos, como pidiendo ayuda o quejándose a los antiguos dioses por haberlas abandonado, haberse escondido ya para siempre en las inaccesibles simas del Olimpo dejando solos a los humanos y a sus construcciones. ¿Dónde estáis?, parecen preguntar, y sus preguntas nunca obtienen respuestas, siempre quedan sin contestar, o quizás la respuesta es demasiado ambigua, como antaño lo eran las respuestas de las pitonisas envueltas en el humo.



Camino al siguiente destino, los monasterios de Meteora, vemos las cumbres nevadas del Parnaso, y yo me pregunto si las musas siguen allí enviándonos las inspiraciones venidas de su amo, el dios Apollo. Ojalá me mandaran a mi alguna señal. Pero no ocurre nada; descendemos hacia la planicie cubierta con el trigo aún verde, aunque el sol juega con él dándole toques dorados. La noche cae. Sólo cabe buscar el hotel y esperar a la mañana siguiente.

domingo, 26 de abril de 2009

Bélgica

La elección del lugar del viaje es realmente algo casual. Cuestiones de azar, o quizás más bien de combinación de vuelos, pero la decisión es bastante rápida: nos merecemos un fin de semana de desconexión total en Bélgica, y allá vamos. Después del trabajo sólo queda agarrar las maletas e ir corriendo al aeropuerto. Una escala en Madrid y nos plantamos de noche ya en Bruselas; debido a un pequeño retraso de una hora llegamos al aeropuerto belga ya cuando no hay trenes hacia el centro, lo que nos obliga a coger un taxi, y eso es (digamos) el principio malo de la noche. El segundo infortunio del viaje viene después: ya dejados los equipajes en el hotel bajamos a dar un pequeño paseo por las calles céntricas de Bruselas y comer algo, y en un pequeño bar a José le roban el dinero que ha llevado para el viaje. Menos mal que por lo menos le dejan los documentos y las tarjetas, pero la verdad es que el humor se nos chafa un poco. Y sin embargo en los dos días siguientes nos lo pasamos muy bien, y ya no hay más incidentes desagradables.

El sábado, a pesar de las previsiones, se levanta soleado y sin frío excesivo para estar al principio de marzo. Después de desayunar en el hotel dejamos allí los equipajes y nos lanzamos a la conquista del centro de Bruselas. Nosotros... y un montón de catalanes que se hacen notar por las calles con sus banderas y sus cánticos; se han congregado en Bruselas precisamente este fin de semana para reclamar su independencia ante las instituciones de la Unión Europea. Claro que a nosotros tanto independentista no nos asusta, y hacemos la primera parada donde el niño meón, el famoso Manneken Pis, el símbolo de Bruselas. Pero a mi más que esta estatua me llaman más la atención los “wafels”: deliciosos gofres que llevan chocolate o fresas o nata (o todo ello), y que descubrimos en varios establecimientos diseminados a lo largo de la calle que nos lleva a la Grand Place, la plaza más famosa del centro de Bruselas.





En la Grand Place la arquitectura gótica del Ayuntamiento y de la Casa del Rey llama poderosamente la atención, tanto de noche (la vimos la noche de llegada en nuestro corto paseo) como de día; hay que decir que de día la plaza tiene un aspecto más alegre, y destacan mucho más los detalles de las casas que la rodean, y que conservan en sus vigas y sus estructuras las tradiciones de los antiguos gremios. El sol brilla sacando destellos de los dorados de algunos palacios, y un pequeño vivero improvisado en medio de la plaza le dan un verdor fresco y agradable que contrasta con los adoquines.



El paseo por las calles del centro es muy entretenido, sobre todo gracias a la contemplación de los escaparates de las tiendas de chocolate, delante de los cuales casi literalmente se nos cae la baba. Porque, ¿qué es lo que no hay allí? Bombones, figurillas, tabletas de chocolate y, como no, chocolate líquido que mana de pequeñas fuentes que invitan a mojar allí los dedos para llevárselos rápidamente a la boca... Y luego las calles, bulliciosas y llenas de comercios decorados siempre de manera tan original, las galerías y las plazas hasta que llegamos a la catedral.



Es ya mediodía y toca un pequeño descanso: un té para mi y una gran cerveza de trigo blanco para José justamente al lado de la plaza de Sablon, donde luego paseamos por el pequeño mercadillo que, suponemos, se monta allí los fines de semana. Donde nos paramos un rato más largo es en Petit Sablon, un parquecito en medio de la ciudad que invita a sentarse y disfrutar de su verdor, y donde las palomas son tan grandes que parecen gansos.



En el paseo hacia el distrito de los museos descubrimos el de los instrumentos musicales, ubicado en un precioso edificio en estilo Art Nouveau de evocador nombre “Old England”. Es interesante contemplar, a parte de la vasta colección de instrumentos repartida en varias plantas, las vigas de hierro del edificio y las vistas que ofrece desde el restaurante ubicado en la cima de éste; las vistas son tan cautivadoras que nos quedamos allí para comer, ya que el hambre aprieta ya. Luego queda tiempo para volver paseando por el centro hacia el hotel (comiendo por el camino uno de los deliciosos “wafels”), porque esta noche ya no nos quedamos en Bruselas, sino en Brujas.



A Brujas llegamos de noche, y encontramos sin problemas nuestro hotel, ubicado justamente al borde del centro. Después de descansar un poco salimos para hacer la primera exploración de esta pequeña ciudad, y también para cenar algo. La ciudad de casitas pequeñas, hechas casi para muñecas, parece absolutamente dormida: sólo algún fantasma se nos cruza en el camino mientras caminamos por la noche fresca. Cenamos en el “Bistro de Tolkien” (ya que en la Taberna de los Hobbits no había mesa) después de tomarnos algo en una cervecería internacional donde entramos en calor al lado de una pequeña chimenea. Y después de cenar damos un pequeño paseo para ver la ciudad iluminada por las luces y volvemos al abrazo cálido de nuestra pequeña habitación.



A la mañana siguiente, después de un suculento desayuno nos disponemos a ver la ciudad de día. Los primeros pasos nos llevan a través de estrechas calles surcadas por los canales a un sitio pintoresco llamado Minnewater, un pequeño lago rodeado de árboles y pequeñas casitas con algunas tiendecitas llenas de encanto. De allí nos vamos callejeando hacia el Markt, la plaza central, pasando por los canales, tiendas, chocolaterías... El sol nos acompaña, y las fotos salen estupendas, tanto en la plaza del Markt como la del Burg, algo más fría aunque con apariencia de ser más rica. A mediodía descansamos un rato en una cafetería, y luego hacemos las compras: hay que llevar suficiente chocolate tanto para nuestras familias, como hacer un buen acopio para nosotros mismos. No podemos quedarnos sin llevar un trocito de Bélgica con nosotros... Y aunque a Sevilla llegamos tarde, después de coger el tren de vuelta a Bruselas, el avión a Madrid y otro hacia nuestra ciudad, estamos realmente contentos con nuestro fin de semana lleno de sol, bellas ciudades, buenas comidas y como no, de chocolate.







martes, 25 de noviembre de 2008

Naturaleza v. hombre



Tenerife, julio 2008



Aracena, noviembre 2008




miércoles, 12 de noviembre de 2008

Silencios

Los blogs personales suelen ser una manera de sobrevivir el mundo. Escribir es, sin duda, una terapia, un consuelo para muchos cuando el orden se desmorona alrededor, cuando al abrir los ojos sólo se encuentra tristeza o soledad. Gritarlos al mundo entero ayuda, los saca de dentro de uno y los coloca en una caja en la que todos pueden entrar pero de la que solamente nosotros tenemos la llave. Escibir es una tirita que tiembla sobre la herida pero permite olvidarla por un momento, porque escribiendo nos vaciamos, sangramos hasta morirnos, hasta quedarnos exhaustos.

No puedo evitar la alegría cuando veo que mis amigos, aquellos a los que les gusta tanto escribir, no actualizan desde hace mucho tiempo sus blogs. La falta de noticias en este caso se puede recibir como buenas noticias. Y aunque eche de menos algunos de sus textos, heridos o no, me alegro por el hecho de que tras estos blogs con fechas tan antiguas pueda intuir una vida tranquila y sin sobresaltos. Ojalá sigan en silencio. Y ojalá me perdonéis también el mío.

miércoles, 1 de octubre de 2008

Budapest - Praga, día 7 y despedida



Tras ya tradicional desayuno en nuestro Coffee Heaven pasamos la mañana precisamente así, paseando, esta vez por las calles de lo que antiguamente era el barrio judío de la ciudad. Poco queda de aquello que describían como uno de los sitios más insalubres y pobres de esta parte de Europa, derruido por ordenes imperiales y en cuyo lugar se construyeron casas elegantes, desafiantes, llenas de glamour, de tiendas caras y restaurantes más caros todavía. Y sin embargo hay todavía algunos escaparates que recuerdan su procedencia judía, y en el laberinto de las calles se esconden las viejas sinagogas en las que ya se reza poco.





Alejadas del bullicio tan presente a tan sólo unas pocas calles, en plena Plaza de la Ciudad Vieja, nos sentamos en una tasca sencilla para comer, sin olvidarnos de pedir para el postre un poco de delicioso strudel de manzana. Después paseamos un poco por las calles de la Ciudad Nueva, para encaminarnos a media tarde hacia el otro castillo de Praga, el castillo de Vysehrad, que parece un gran parque amurallado que siempre mira al río y a los tejados de la ciudad desde una posición privilegiada. Las puertas de la iglesia de San Pedro y San Pablo están ya cerradas, pero muestran sus mosaicos de colores vivos a los que sol ilumina directamente, de frente, igual que a sus dos torres altas que confraternan con las nubes. Es hora en punto, y las campanas empiezan a tocar melodías preciosas, como demostrando que sirven para algo más que para hacer un típico y manido ding - dong; sin duda es un momento de magia en este lugar quieto y tranquilo como un gato que descansa en un día de calor.





A nosotras ya no nos quedan muchas fuerzas, por eso paramos un momento al volver por la orilla del río para admirar los cisnes que se desplazan con elegancia por las aguas para recoger los trozos de pan que les echan los viandantes. Todavía vemos la casa danzante con la que emuló Frank Gehry a la pareja Ginger Rogers - Fred Astaire, y descansamos un rato en la plaza de Carlos, pero pronto volvemos al hotel para hacer el equipaje y prepararnos para la vuelta a España. Por la noche nos pegamos todavía un último homenaje de comida; los platos son ligeros, pero en cambio pedimos cuatro postres a compartir entre tres...



El día siguiente es largo; salimos de Praga por la mañana y llegamos a Málaga por la noche, con una pequeña parada en Bruselas que aprovechamos para comprar algunos bombones (y comerlos en el acto...) Menos mal que en el aeropuerto ya nos espera Irene y Basile en cuya casa nos quedamos hasta el día siguiente; Blanca y Paola se van a Sevilla por la mañana, pero yo me quedo hasta la noche. ¿Razón? No estaré en casa hasta que vea esos ojos en cuyo fondo siempre está una sonrisa franca y sincera.

martes, 30 de septiembre de 2008

Budapest - Praga, día 6

Amanecemos en nuestro nuevo cuarto; hoy parece que todas estamos más descansadas que después de la noche anterior, todas menos Paola, a la que le tocó el colchón con algún muelle rebelde (o quizás simplemente cansado por aguantar tantos viajeros). Pao es la primera en levantarse, como de costumbre, y envuelta todavía en sueño le pido que mire por la ventana y que me de alguna alegría. Y no hace falta que me diga nada: en cuanto descorre la cortina, la luz de sol inunda la habitación (mucho más grande que la anterior, todo hay que decirlo). Tenemos suerte, vamos a ver a Praga con buen tiempo.



Salimos a la calle extasiadas por el sol; después del obligatorio paso por la Plaza de Wenceslao nos sumergimos en el casco antiguo de Praga, no sin parar primero en nuestro sitio favorito para desayunar, Coffee Heaven, al que volveremos una y otra vez en nuestras andanzas por la capital checa. Se nos hace un poco tarde, pero aprovechamos la hora en punto para acercarnos otra vez al famoso reloj astronómico del antiguo ayuntamiento y para ver los movimientos de sus figuras y escuchar el canto del gallo que anuncia el cambio de hora.



Y la hora que marca es la hora de sumergirse en las callejuelas de Praga, de admirar sus edificios llenos de emblemas, pinturas y escudos, de ver sus tiendas llenas de cristales, granates, productos típicos, artesanía, marionetas. El bullicio crece conforme nos acercamos al famoso puente de Carlos, del que dicen las guías (y con razón) que es el sitio de Praga con más personas por metro cuadrado. Es cierto; no es fácil el paso por el puente, ni la admiración de las figuras que le dan fama, pero aún así disfrutamos de los pequeños tenderetes, de algún artista callejero que canta ópera o hace bailar a sus marionetas, de las vistas sobre Malá Strana y sobre el castillo de Hrad.









Conforme subimos la calle Mostecka, ya al otro lado del puente, el gentío se disipa, y las calles nos acojen con su sombra a la que tanto echamos de menos en el puente con el sol apretando fuerte, como intentando compensarnos por el frío del día anterior. La plazuela a la que dominan las impresionantes cúpulas de la Iglesia de San Nicolás parece estar sumida en un sueño tranquilo de días felices y nosotras, cansadas ya de andar, decidimos hacer una pausa para comer (delicioso recuerdo de brócolis con queso...). Pero toca seguir subiendo las colinas de Hrad, y nosotras recorremos lentamente la calle Nerudova con sus famosas casas llenas de decoración que les da nombre, hasta llegar a la plaza que da acceso al castillo. Desde la colina, Praga aparecce a nuestros pies como un sueño de tejados, torres y cúpulas y del río que transcurre entre ellos con placidez de sentirse arropado por el tranquilo hormiguero humano.







El castillo de Hrad es en realidad una sucesión de patios, cada cual más interesante; en medio del castillo la Catedral de San Vito se asoma con sus torres puntiagudas que se ven parcialmente de fuera. Dentro, las vidrieras de Mucha filtran la luz de sol que ya va descendiendo sobre Praga. En el siguiente patio la Basílica de San Jorge nos entretiene un rato, pero nosotras estamos impacientes por descubrir por fin la Callejuela de Oro, donde antiguamente vivían los artesanos que trabajaban este precioso metal. En sus casitas, tan bajitas que parecen de muñecas, se siguen vendiendo objetos de artesanía, como aquellos marcapáginas tan graciosos que compramos justamente antes de que cierren las tiendas.





Es hora de bajar del castillo; cruzamos el río por un puente diferente y paseamos de nuevo por las calles del barrio antiguo, ahora bañadas en luz realmente dorada del sol que se va escondiendo tras el horizonte. La noche tendrá todavía tesoros escondidos para nosotras; después de una ligera cena vamos a uno de tantos clubs de jazz que se esconden por los sótanos de la ciudad. El grupo es estupendo, la música fluye a veces con fuerza a veces con melancolía escondida. El jazz, siempre jazz. Y la noche oscura se ilumina por un momento con los recuerdos de tus manos, de tu boca, de tu aliento.

viernes, 26 de septiembre de 2008

Budapest - Praga, día 4 y 5

Es tiempo de despedirse de Budapest; en nuestro cuarto día de viaje nos toca desplazarnos de Hungría a Praga, la famosísima ciudad dorada. Nos decantamos por el autobus; el viaje es tan sólo una hora más largo que en tren, y es a cambio mucho más barato. También es cierto que nos hará pasar más estrés: a la hora de salida y en el lugar acordado el autobús no está, pero si a cambio un montón de gente nerviosa (muchos españoles entre otros) que no sabe qué hacer y teme quedarse tirada en Budapest sin poder llegar a República Checa. Llamadas por teléfono a la agencia de viajes checa que fleta los autobuses; finalmente me dicen que no nos preocupemos, que el autobús tiene algo de retraso y que ya nos recogerá.

A pesar de accidentado principio de viaje, luego las cosas mejoran. Primero, porque el autobús no está nada mal, y yo duermo muy a gustito (mis compañeras no tanto, pero claro, para esto hay que contar con mi gen particular que me hace dormir en cualquier medio de transporte casi antes de que éste se ponga en marcha). Segundo, porque justamente a la hora de comer paramos en Bratislava, y logramos agenciarnos los bocadillos más ricos que haya tenido el gusto de comer en mi vida. Y no hablemos del postre: enormes trozos de bizcocho con ciruela o con fresa, esponjosos y blanditos: que se escondan las magdalenas de Proust, que se me hace boca agua cada vez que los recuerdo.

El resto del viaje está un poco pasado por agua; en los aproximadamente 600 km que separan las dos capitales el tiempo cambia drásticamente y Praga, a la que llegamos con bastante retraso por culpa de un monumental atasco a la entrada, nos da la bienvenida con viento y lluvia, ocultando sus colores tras nubes oscuras que no presagian nada bueno. La llegada al hotel que tenemos reservado lo confirma: en nuestra habitación "triple" hay una cama de matrimonio con un colchón deplorable, y un sillón-cama estrechísimo, cortito y además con cabecero inclinado. ¿Y ahora qué hacemos? Está claro que no estamos dispuestas a que ninguna duerma en esa "cosa", pero una pequeña exploración por los hoteles de la zona nos deja claro que será prácticamente imposible encontrar alguna otra habitación para cuatro noches en Praga, porque a parte de caer allí en fin de semana encima hay puente. También lo sabe el personal de nuestro hotel cuando vamos a la recepción a protestar por la habitación asignada; al final después de mucho pataleo conseguimos que nos prometan el cambio de habitación al día siguiente. Esta noche no tendremos más remedio que dormir las tres juntas en la cama de matrimonio; menos mal que por lo menos antes nos pegamos un magnífico homenaje en un pequeño restaurante que descubrimos en los sótanos de una casa cercana. Ya sabremos para los días venideros que el pato es uno de los platos estrella de la cocina checa...

La noche no es demasiado cómoda, pero la sobrevivimos; la mañana siguiente tampoco tiene mejor pinta: el cielo detrás de la ventana de la habitación es gris plomizo, oscuro, pesado, y cae desde él una lluvia que parece interminable. No es el mejor día para visitar nada, y además no tenemos suficiente ropa de abrigo, así que paseamos por algunas tiendas de ropa de la Plaza de Wenceslao, tan cercana a nuestro alojamiento, y que es la llave del casco antiguo que hoy se cubre con una alfombra de paraguas que flotan a escasos metros de la acera, por encima de las cabezas que se esconden de tanta agua. Más que pasear por las calles nos metemos en los comercios para resguardarnos de frío, y después de comer decidimos volver un rato al hotel, para cambiar de habitación y cambiar la ropa mojada. Pero Praga tiene también otros atractivos a parte de sus calles, así que por la noche decidimos ir al famoso teatro negro.





El espectáculo se celebra en una sala pequeñita y nada especial, pero todo eso se olvida en cuando se levanta el telón. Sobre un fondo negro como la noche más oscura, los objetos se mueven solo, vuelan, levitan y hacen maravillas con los actores. El lenguaje del humor es universal, así que se puede prescindir completamente de palabras y aún así hacer reír y disfrutar al público tan internacional como el que compone el aforo. Los tesoros culturales de Praga no decepcionan, y después de cenar algo ligero volvemos al hotel abrigando esperanzas de algún que otro rayo de sol al día siguiente.

martes, 23 de septiembre de 2008

Budapest - Praga, día 3

El largo paseo por Buda del día anterior se deja sentir en las piernas durante nuestro último día de estancia en la capital húngara. A estas alturas el orden matutino está ya configurado, y seguirá sin cambiar hasta el final del viaje: la primera en levantarse es Paola, porque es la que más tarda en arreglarse, hasta el punto que yo, que me levanto la último, muchas veces acabo lista antes que ella. No es tan fácil que tres chicas se pongan "monísimas" con tan sólo un baño y sin perder toda la mañana, pero la mayoría de los días lo logramos; en Budapest entre otras cosas porque el desayuno está incluído en el precio del hotel, y si queremos aprovecharlo, no podemos bajar demasiado tarde. De paso aprovechamos unos minutos de la mañana para hacer algunas compras por el barrio: las botellas de agua, algo de fruta (a Blanca y Paola se les ponen los ojos como platos cuando ven las moras, los arándanos y otras frutas tan sabrosas y a precio tan bajo), algún chicle, el famoso vino "Tokaji" que traeremos a nuestros seres queridos como regalo de viaje. Porque hoy tocará ya despedirse de Budapest, y ver todo lo que todavía no hemos podido ver, esta vez en la orilla de Pest.

Empezamos el día con una visita que le hace una especial ilusión a Blanca: después de un corto paseo a trávés del Barrio Judío nos plantamos en frente de la Academia de Música (el equivalente de nuestro Conservatorio Superior), cuya fachada delata ya lo que se esconde tras sus muros; para qué si no para la enseñanza de la música podría estar destinado un edificio con la estatua de Liszt sentada majestuosamente encima de la entrada principal. No es de hecho la única estatua del famoso compositor que encontramos: en las inmediaciones de la Academia se puede descubrir una deliciosa plaza a la que Liszt también da nombre, y donde se halla, a parte de muchos restaurantes y barecitos muy concurridos por las noches, una efigie algo alocada del músico húngaro que descansa en la sombra húmeda de los árboles.



Seguimos bajando hacia el río por la calle Andrássy, a la que describen como la calle comercial más lujosa de Budapest; tan lujosa es que sólo entramos en una tienda de zapatos (donde Paola y yo compramos unas chanclillas en rebajas) y el resto preferimos ni mirarlo. La Ópera y el Palacio Drechsler son algunos edificios que nos acompañan por el camino, hasta que divisamos de lejos las cúpulas de la Basílica de San Esteban, , el mayor templo de la ciudad, cuya silueta ya conocemos a través de nuestros paseos por el otro lado del río.



No se puede decir que hoy tengamos mucha suerte: después de acercarnos callejeando hasta el Parlamento y hacer más de una hora de cola a pleno sol que pega con fuerza (el único alivio son los aspersores del césped de la plaza), nos anuncian que el cupo de entradas para el día ya está agotado, y que sólo se puede coger para el día siguiente, cosa que no nos consuela mucho ya que en esos momentos ya estaremos camino a Praga. Para consolarnos, y después de una comida bastante rica, nos vamos a los famosos baños de hotel - balneario Gellert. Después de una pequeña trifulca con la cajera en la entrada, y después de perdernos un poco en aquel laberinto de taquillas, piscinas, vestuarios y pasillos interminables, por fin llegamos a la piscina de las columnas de la que tanto hablan todas las guías turísticas. Es muy bonita; pero nosotras hemos estado en los baños árabes de Sevilla, y esta vez en ataque de patriotismo, nos quedamos con los que tenemos en nuestra ciudad.



Lo que si es cierto que los baños dejan a uno relajado, sin fuerzas. Nos movemos hacia la plaza de Ferenc Liszt, para tomarnos unas copillas; sentarse en medio del bullicio de la plaza no deja de ser un pequeño sosiego en este día que tampoco nos desveló demasiadas maravillas de la ciudad. Todavía nos queda andar un rato en busca de un restaurante que le recomendaron a Paola, pero cuando llegamos, ya lo están cerrando y nos tenemos que conformar con una ensalada en un velador de la calle Vaci. Son los últimos momentos en Budapest, ciudad que nos despide con calor y con suave susurro del Danubio.

viernes, 19 de septiembre de 2008

Budapest - Praga, día 2

Budapest es la conjunción de Buda y de Pest, antiguamente dos pueblos que se miraban frente a frente a través del Danubio y que hoy juntas forman la capital húngara. Para el primero de los dos días completos que pasaremos aquí elegimos Buda, quizás porque nos parece más grande o más monumental, y queremos atacarla todavía con las fuerzas. El metro nos lleva hacia la plaza Bethyány, rodeada de iglesias barrocas entre las que destaca la de Santa Ana con sus cascos oxidados por el paso del tiempo y que miran dee reojo al majuestuoso edificio del Parlamento que se nos muestra orgulloso en la orilla de Pest. Camino al casco antiguo de Buda pasamos por la iglesia calvinista que mira al río con su torre que aspira a llegar al cielo, y con sus tejados cubiertos de cerámica brillante de color marrón que hace juego coqueto con el color de los ladrillos que conforman sus paredes. Las calles inundadas por el sol serpentean hacia arriba con la tranquilidad de llevarnos allá donde lo podremos ver todo desde una perspectiva diferente; el Bastión de los Pescadores se erige delante de nosotras invitando a subir por sus escaleras largas y prometiendo sombras que luego son solamente espejismos. En la pequeña plaza a la que el bastión da respaldo encontramos la iglesia de Matías, que alterna la fealdad de los andamios con el contraste entre el blanco de sus muros y los colores vivos de las tejas. La estatua de San Esteban que preside la plazuela mira a los presentes desde su altura de monumento en el que dejan huella las inclemencias del tiempo en forma de patina verdosa; pero lo mejor son las galerías del Bastión de los Pescadores, con sus arcos de medio punto a través de los cuales la ciudad aparece a veces nítida, a veces brumosa como una bella irrealidad.





Es bella también la iglesia de Matías por dentro, con el frescor de sus paredes cubiertas de frescos que se pierden en geometrías coloridas resaltadas por los diseños de sus vidrieras. Es un descanso antes de salir a la plaza de la Trinidad que nos conducirá por las calles señoriales del casco antiguo, con las grandes casas guardadas por puertas grandes y pequeñas, por las rejas trenzadas en las ventanas, y con comercios que se anuncian con delicados dibujos de hierro, casas que esconden en su interior patios frondosos que invitan a sentarse y respirar algo de aire fresco entre tanto calor.





Después de comer ligeramente nos dirigimos hacia el palacio, una mole gris con un marcado carácter Habsburgo que carece de gran interés salvo por las vistas que ofrece sobre la orilla de Pest, el Parlamento, la Basílica de San Esteban y el Puente de las Cadenas. Sólo la parte posterior del palacio, aquella que mira hacia el monte Gellert, ofrece patios verdes, torres altas y pasadizos con encanto; así el Palacio Real lo abandonamos muy pronto, sin dejar de pasar por la puerta franqueda por leones en calma, por un lado, y leones rugiendo, por el otro.



El último punto del día es el Monte Gellert, al que primero damos la vuelta, y luego subimos, no sin esfuerzo y con aliento entrecortado. Pero vale la pena. Un atardecer teñido de ténues rosas y naranjas se extiende por el cielo; la estatua a la Liberación extiende sus brazos hacia un cielo todavía azul, y la ciudad se extiende a nuestros pies ofreciéndonos todos sus encantos. Sentadas en un pequeño bar esperaremos a que la noche cubra con su mano oscura los edificios que, a su vez, responderán con las luces que brillarán inquietas a lo lejos. A la vuelta nos perderemos un poco; nos montaremos en un autobús sin billetes, nos encontraremos en algún sitio de Budapest al que no conocemos, y cogeremos finalmente un tranvía que nos llevará de vuelta a la tranquilidad del hotel. Todavía nos queda otro día para seguir descubriendo la ciudad...