miércoles, 20 de febrero de 2008

Momentos musicales

La música escuchada en directo es magia pura. Y es lo que uno espera cuando va a un teatro para escuchar a un músico de gran renombre, como fue el caso de Grigori Sokolov que tocó este domingo en el sevillano Teatro de la Maestranza. Indudablemente es un pianista maravilloso; no hace falta más que prestar atención a su extraordinaria articulación, la claridad de la pedalización, la precisión casi matemática de sus gestos, frases, respiraciones, que hizo de las sonatas de Mozart que interpretó todo un espectáculo. Y sin embargo lo que yo más esperaba, los Preludios op. 28 de Chopin, esa colección tan soberbia de miniaturas, me ha dejado absolutamente fría, sin emocionarme, y eso que yo soy de estas que sale de los recitales de piano con lágrimas en los ojos. En algunos preludios me faltó empuje, en otros los tiempos me parecieron excesivamente lentos, casi estáticos; era como un intento eterno de llegar a alguna parte que siempre se veía frustrado. Y no se si es porque son sonidos que me acompañan en mi vida desde que nací, o porque había algo en el teatro que me provocaba una extraña sensación de tensión, pero no pude disfrutar del todo del recital.

El público tampoco ayudó en ello. Se que parece una exageración, pero cada vez que voy a Maestranza siento realmente la vergüenza ajena, y luego hasta una especie de miedo, porque parece que estoy viviendo en una ciudad de tísicos que, por alguna extraña razón, eligen el teatro como su sanatorio particular. Y, aunque Chopin murió de tuberculosis, las toses y estornudos no ayudan demasiado en la recepción de su música. Y que decir de esas señoras que tardan cinco minutos en desenvolver sus puñeteros caramelos, de las parejas metiéndose mano, de gente haciendo comentarios casi en voz alta. Vamos, que cuando a alguien se le cayeron unas cuantas monedas al suelo, casi me extrañó que no se lanzara a recogerlas a tientas y que no chocara con cabezas de otros intentando hacer lo mismo. Y lo peor es que la cosa no mejora con los años, sino parece empeorar cada vez más.

Con todo eso, la primera de las innumerables propinas, un sencillo vals juvenil de Chopin (creo que fue la primera pieza de Chopin que toqué en mi vida, y de eso ya hace más de veinte años...) fue exactamente aquello que yo quería escuchar ese día. Y sólo por oír esas notas cristalinas del piano el concierto valío la pena.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Marta hija, veo que te has ambientado bien en estos lares, vamos que pareces de aquí, lo digo por lo exagerada que eres. Yo también estuve y cuando tuve que toser, tosí y punto.
Puntillero.

Martika dijo...

Con todos los respetos, anónimo (por cierto, por qué no os ponéis algún nombre antes de volverme del todo loca... es que a veces no se si hablo con la misma persona o con varias...), no creo que lo mío sea exageración ninguna. A mi se me hace realmente insoportable cuando en el momento de mayor piano, del mayor suspense, oigo la gente toser como vacas. Y no me digas que no escuchaste las moneditas... Saludos

Urban Residue dijo...

Fui a la Maestranza solo una vez, pero lo que recuerdo no fue la musica del concierto, sino el esfuerzo necesario para no patear a la persona sentada enfrente de mi. Fue imposible ponerme comodo, tal como pusieron las sillas. A mi eso fue un delito del arquitecto imperdonable. Como es un edificio nuevo, no es posible perdonarlo (como se hace con algunos otors) con una teoria que la gente tenia piernas mas cortas.

Martika dijo...

Jaja, el amigo con quien fui dijo más o menos lo mismo. Si mides algo más que 160 cm, la cosa se pone difícil. El arquitecto tenía que ser muy bajito, jiji...
Un beso