martes, 19 de febrero de 2008

Burbuja

Me gustan mis mañanas tranquilas. Me gusta levantarme y saber que mis horas me pertenecen, que hasta bien entrada la tarde no tengo que presentarme en el conservatorio, que el tiempo va pasando lentamente. Me gusta desayunar una buena tostada mientras leo los primeros correos electrónicos del día, rodeada de mis libros, discos, libretas, objetos comprados en mis numerosos viajes. Son aquellas horas en los que puedo olvidarme de las cosas de las que no quiero acordarme, en los que puedo fingir por un momento que el mundo fuera de las paredes de mi piso no existe, que aquello que veo tras los cristales de las ventanas no es más que una escenografía de cartón piedra. Son horas particularmente creativas, aquellas en las que con facilidad fluyen palabras o notas musicales, o aquellas en las que las lecturas son plenamente lúcidas, no enturbiadas por el cansancio. Y sin embargo a veces el mundo irrumpe sin que yo quiera en mi pequeño universo, y me entero de cosas de las que preferiría no enterarme, y la realidad me golpea de pronto, además muchas veces a través de bocas de gente amiga que no es para nada consciente de que de alguna manera me hacen daño. Y mi pequeña burbuja se rompe, y duele, y las lágrimas aparecen otra vez en el corazón, y otra vez no queda otra que recoger los pedacitos e intentar pegarlos de alguna manera. Cada vez me siento más como un jarrón antiguo, roto y reconstruido ya tantas veces que cualquier leve movimiento puede romperlo. Y tengo la tentación de quedarme quieta en alguna estantería, protegida por algún cristal resistente, para que nadie pueda acercarse. Pero en el sabor salado de la última lágrima encuentro fuerza para volver a olvidar otra vez y para esbozar una sonrisa; fuera, el sol calienta las calles que son el escenario de mi vida.

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