martes, 8 de enero de 2008

Lisboa, día 2

Las camas del hotel son confortables, pero no hay nada mejor que dormir en la de uno. Quizás por eso nos cuesta levantarnos de la cama en este día que es el último del año. O quizás es por el cansancio, o porque es tan placentero quedarse acurrucada entre las almohadas y el edredón, adormecida por el calor de tu propio cuerpo. Aún así, llega el momento de ponerse en el camino.

Desayunamos en una pastelería pequeñita entre el hotel y la estación del metro; Lisboa está llena de este tipo de sitios, apenas una barra y un escaparate lleno de pasteles, donde sirven un café que todos califican de delicioso y un té igual de bueno (aunque yo sólo puedo confirmar lo segundo). Por las fechas que corren la pastelería está llena de dulces navideños, y los portugueses allí congregados me aconsejan en la elección; confieso que es tan difícil elegir que al final me como unos cuantos, mientras que Paola se contenta con un zumo de naranja (y ella se lo pierde!).

Nos dirigimos a la Basílica da Estrela; un corto trayecto en metro, un paseo por amplias avenidas, un jardín salpicado de tablas con versos de Camoes, un parque lleno de vegetación tropical; me llama la atención un anciano sentado en un banco con la cabeza agachada, como si en el suelo estuviese escrito algo, algo valioso y digno de concentración, alguna verdad más allá de lo perceptible. Tiene que serlo, porque con sólo levantar la vista se puede divisar tras los árboles las torres de la basílica; las ramas las esconden levemente, como haciéndolas una cortina suave, y a la vez resaltando su belleza de piedra blanca, inmaculada.



Bajamos al centro de la ciudad en el tranvía. Me encantan las ciudades con tranvías, quizás porque aquella en la que crecí tenía toda una red de raíles por los que pasaban chirriando los vagones, pero los de Lisboa tienen un encanto particular; dado que tienen que salvar los desniveles de terreno muy considerables, los vagones son bastante pequeños y además hechos a la antigua, con pocos asientos y todo el interior forrado de madera que cruje deliciosamente a cada curva y a cada bajada. A ratos uno llega a contener el aliento cuando el tranvía pasa por una calle especialmente estrecha, o cuando sortea con soltura los coches mal aparcados con tan sólo un movimiento de la mano del conductor.



Mientras tanto se está haciendo algo tarde, y dado que los horarios de las comidas en Portugal son algo diferentes que en España y que si uno no llega a tiempo se puede quedar con hambre, nos dirigimos hacia las calles que se encuentran detrás del Teatro Nacional, llenos de bares y restaurantes. Antes de comer nos da tiempo de tomarnos una ginja, licor de cerezas que, a pesar de tener bastantes graditos de alcohol, es muy suave y entra con facilidad incluso a personas no muy acostumbradas a beber. Luego hacemos una visita a pequeña tienda de regalos que hay al lado; yo busco principalmente una postal para mi amiga Liliana, quien desde que me fui de Polonia, o sea desde hace más de diez años, recibe tarjetas de todos y absolutamente todos los lugares a los que viajo (según ella, tiene ya una caja de zapatos llena de ellas, y es que no tira ni una), pero al final nuestra faceta de compradoras compulsivas vence y nos compramos unas bufandas preciosas, aunque hay que decir que la mía abriga mucho más.

Nuestro antojo del día es arroz con marisco; venimos pensando en él ya desde nuestra salida de España, y qué mejor día para comerlo que el 31 de diciembre. Tanto en el bar donde nos tomamos nuestras ginjas como en la tienda de regalos nos recomiendan el mismo restaurante, y es verdad que el arroz es exquisito, aunque en la cazuela queda algo después de que nos pusiéramos hasta arriba de delicioso pan con queso, con paté de sardinas o con mantequilla con sal. Verdadero banquete para dos rubias con hambre.

Después de comer nos dirigimos a Alfama, aquel barrio con alma de fado, para andar por sus estrechas callejuelas que sobrevuelan el Tajo. La primera parada es la Sé, o Catedral, una edificación con un marcado estilo románico y algunas influencias góticas: bóveda de cañón en la nave principal y bóveda de crucería en las naves laterales. El gran rosetón no se ve desde el interior de la catedral, pero a estas horas de la tarde el sol asoma hacia el interior del templo, pintando de colores la bóveda con la luz que atraviesa los cristales tintados. El siguiente paso es el mirador de Santa Luzia, del que se divisa todo el barrio, iluminado por los últimos rayos del sol; el atardecer llega temprano, y la humedad del Tajo se va metiendo en los huesos de los viajeros que contemplan Alfama, sus tejados pintados de rojo, sus iglesias que destacan a lo lejos, su ropa tendida en innumerables ventanas y terrazas que se miran entre sí en la estrechez del laberinto de sus muros.



El cansancio hace mella y decidimos tomarnos algo calentito en una céntrica cafetería, en la que caemos bajo el hechizo de los roscones de reyes que venden a una velocidad de vértigo; evidentemente nosotras también compramos uno y le hincamos el diente ya en la propia cafetería. Son diferentes que los españoles; la masa es mucho más densa, llena de frutos secos, y no hay nada de nata. Sienta bien, pero es algo contundente, y con el estómago tan lleno nos disponemos a volver a la habitación para descansar un poco antes de la noche del fin de año, empezando por tomarnos un té caliente en el vestíbulo del hotel. Luego vemos una película y por poco nos quedamos dormidas; al salir del hotel para ir a celebrar la llegada del año las dos estamos convencidas de que no aguantaremos más de dos o tres horas. ¡No sabemos lo equivocadas que estamos!

Después de cenar unas deliciosas ensaladas (lo que en sí fue toda una aventura, ya que nos colamos en una fiesta en un restaurante), vamos corriendo a la Praca del Comercio, donde exactamente a las 12 en punto empiezan los fuegos artificiales. El cielo estalla súbitamente en miles de colores y formas, y vierte ríos de fuego sobre las cabezas de los presentes que llenan al milímetro toda la plaza. El siseo de la pólvora se entremezcla con las ovaciones de la gente que se entusiasma con las figuraciones de las luces que se hacen pedazos para apagarse con igual rapidez con la que aparecieron. La noción del tiempo se pierde por completo; no sabemos cuántos minutos han pasado desde el comienzo, pero no queremos que pare, no queremos que el cielo se quede ciego otra vez con la negrura de la noche. Es, sin embargo, inevitable, y cuando ocurre, nos dirigimos siguiendo a la gente hacia el Barrio Alto, en cuyas calles se esconden bares nocturnos en los que tomarse alguna copa que otra. Entramos en uno que nos gusta porque parece tranquilo, y ya nos quedaremos allí casi toda la noche; poco es el tiempo que pasamos solas, porque primero nos empiezan a acompañar las caipirinhas y mojitos que hacen en la barra con velocidad increíble, y poco después los italianos, portugueses y españoles de las mesas de al lado. Como no paran de invitarnos a copas, acabamos la noche a las 6 de la mañana, hablando por los codos y riéndonos sin parar. Mi lengua se asemeja a un pato de goma, pero aún así conservo la lucidez suficiente como para terciorarme de que me lleven al hotel al que me tienen que llevar, y no ningún otro. En general parece una buena entrada en el año 2008...

1 comentario:

Gata dijo...

Me han encantado las imagenes!!!! Parece que os lo habeis pasado genial!!!ji ji