jueves, 13 de diciembre de 2007

Vergüenza

Cuando llegué a la ciudad que ahora habito, en sus semáforos proliferaban hombres que vendían tabaco de contrabando. En algún momento los sustituyeron mujeres gitanas viejas que vendían "La farola", y éstas finalmente dieron paso a africanos que se afanan en vender pañuelos de papel durante todos los días del año, incluído el agosto más caluroso.
Me fijo mucho en ellos cuando paro con mi coche junto a un semáforo en rojo. Agitan sus manos llenos de paquetes de pañuelos con una gran alegría y siempre te dedican una gran sonrisa, pero en sus caras y en sus ojos se puede leer el abatimiento, el cansancio, quizás algo de miedo. A veces se sientan en el borde de la acera y cubren la cabeza con sus manos, como intentando encogerse y olvidarse del sitio en el que se encuentran, o quizás simplemente para descansar de esa sonrisa forzada de agradecimiento que muestran al coche tras coche, un comprador tras otro.
Cuando los veo así, mi cuerpo lo recorre un súbito escalofrío. Porque yo también soy inmigrante, y porque en parte puedo entender sus sentimientos de sentirse perdido en un país en el que nada es tal como uno lo aprendió en la infancia: ni el idioma, ni las costumbres, ni tan siquiera los sentimientos de la gente. No es fácil para nadie arrancarse de su tierra e intentar echar raíces en otra parte. Y sin embargo yo soy una mujer europea, blanca, rubia y de ojos azules, con estudios superiores, y salvo algunas pequeñeces, nunca me sentí rechazada por ser de fuera, nunca tuve grandes dificultades a la hora de conseguir lo que quería en mi vida aquí. Y me pregunto si tendría el coraje suficiente para intentar vivir aquí sin papeles, sin familia, sin nada, simplemente sobreviviendo un día tras otro. Y no se la respuesta.
En un semáforo en el que paro todos los días yendo a trabajar hay un inmigrante africano que me ha llamado particularmente la atención. Todas las mañanas le veo pasando entre los coches y ofreciendo pañuelos a los conductores que no pueden evitar reírse viendo sus coloridos disfraces. Le he visto ya vestido de flamenca, de duende, de princesa de cuento de hadas, con pelucas puestas, pintado con un maquillaje horrible. Sus ojos parecen siempre estar en el borde de esperanza y de llanto. Hoy cuando me pasó por la ventanilla aquel paquete de pañuelos que yo no necesitaba, y cuando recordé los motivos por los que lloré en la almohada la noche anterior, de repente sentí vergüenza. Así de simple.

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