miércoles, 10 de septiembre de 2008

La Gomera

La Gomera es un pequeño bombón perdido en medio del océano que lo creó con sus volcanes caprichosos. Como cualquier bombón, se compone de dos capas: un exterior de piedra desnuda y abrupta, azotada por el rumor de las olas, y el interior crujiente y verde del parque de Garajonay, una isla dentro de la isla gracias a las nubes que se quedan allí atrapadas por las encantadas y encantadoras ninfas del bosque.



El ferry nos lleva desde Tenerife hasta San Sebastián de La Gomera en un viaje nublado por las brumas marinas y también algo de sueño profundizado por los vaivenes de las olas. La llegada es a la vez el punto de partida; sólo tardamos un momento en alquilar un coche que nos llevará por toda la isla y ya nos ponemos en camino, en continuo ascenso, hacia Hermigua y Agulo. Las nubes se condensan conforme avanzamos hacia arriba de las montañas, y la piedra gris y expuesta se vuelve verde abrigándose con arbustos y árboles, con un bosque cada vez más denso. Nos apartamos del camino para adentrarnos más en la espesura verde donde la vista se pierde buscando picos de la montañas que se ocultan tras nubes que a veces se quedan quietos como un bloque de hielo, y otras veces corren como huyendo de una fuerza inexplicable y acechante. Acercarse a la costa, a los pintorescos pueblos de Hermigua y Agulo, es un pequeño respiro y espanto a las nubes, pero nosotros seguimos otra vez la llamada del bosque, y decidimos cruzar el parque de Garajonay con un coche pequeño, hecho a la medida de carretera que más bien parece un hilo gris que abraza las montañas confundiéndose con la vegetación. Ésta es tan espesa que a veces crea túneles de suave verdor; otras, deja pasar algunos rayos de sol que juegan a crear formas extrañas en el bosque y despiertan a los duendecillos que seguramente viven allí. Sobre el lecho de hojas secas, troncos ya muertos cubiertos de musgo simulan ser lagartos milenarios o dragones feroces, aunque dormidos. Estamos solos en medio de la nada, y es la nada la que se puede escuchar aquí, siempre que el viento no agite las hojas de los árboles o los pajaros entonen su canción, libre de toda intervención humana, pura como nunca.





Nos quedamos con las ganas de adentrarnos más al bosque, de descubrir sus senderos, sus secretos ocultos. Pero el tiempo nos apremia y nos dirigimos otra vez hacia la costa, no sin pararnos en aquellos miradores desde los que se puede divisar otras islas, siempre por encima de las nubes, o escuchar el zumbido del mar, semejante a una abeja constante, desde lejos. Desde el último mirador se nos abre la vista sobre el Valle Gran Rey, un impresionante zarpazo entre las montañas que, cubierto de palmeras descendiendo en terrazas, se inclina hacia el mar con una inusitada suavidad. Comemos prácticamente al pie del mar, viendo las pequeñas barcazas balancearse con cada ola nueva; el mar es de azul oscuro, con un contraste fuerte con el azul celeste y con las flores rojas que cuelgan de los árboles que rodean el paseo marítimo. Sólo nos queda tiempo para un paseo corto por la playa, porque hay que volver a San Sebastián de La Gomera através de las carreteras serpenteadas para coger el ferry de vuelta. La promesa: algún día volveremos para quedarnos por más tiempo. Que los espíritus de Gara y de Jonay nos sean propicios.

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