sábado, 12 de abril de 2008

Estambul (III)

Pero Estambul, claro está, es algo más que sus mezquitas y los gatos que las vigilan. Es el Cuerno de Oro, manso y resguardado de los vientos por las edificaciones túpidas de sus dos orillas, y el Bósforo embravecido en su travesía entre el Mar de Mármara y el Mar Negro que agita con fuerza los barcos que navegan cerca de su orilla europea o asiática. Es el agua que murmura en la Cisterna - Basílica, Yerebatan Saray, reflejando y multiplicando sus columnas entre las luces fantasmales. Es calor de la gran piedra de mármol en el hammam, el baño turco, donde la desnudez de los cuerpos no sonroja a nadie y donde la piel se libera de todo aquello que no necesita, purificándose en un ritual antiguo. Es el trasiego de las calles comerciales de Beyoglu y el tranvía antiguo que baja desde Taksim por la calle Istiklal, llena de tiendas de ropa y de típicas delicias turcas. Son las vistas desde la Torre de Galata, que dan vértigo y fe de lo inabarcable que es Estambul.






Estambul es sobre todo su gente que abarrota las calles a cualquier hora del día y se esconde en sus casas de noche. Son los mercaderes de los bazares, capaces de hablar en casi todas las lenguas del mundo para venderte al mejor precio (para ellos) las alfombras, las cerámicas, las caligrafías, las joyas, las lámparas que esconden genios, las teteras que duermen plácidamente con sus sueños barrigudos, los instrumentos que cualgan pacientemente en un mudo descanso, o las especias que forman montañas de colorido intenso y picante. Son las mujeres siempre con pañuelos en la cabeza y los hombres que no dejan de mirar con curiosidad a las turistas con ojos claros y pelo rubio con el que juega el viento. Son los pequeños comerciantes del callejón de los libros tras la mezquita Beyazit, donde un viejo prepara el té en un samovar en medio de la plazuela y donde los libros son arte puro y vivo en sus miniaturas doradas. Pequeñas hormigas en movimiento constante de millones, y sin embargo algunos se paran a veces y miran hacia delante, observando algo que se escapa a la atención del viajero en un instante en el que el centro del universo deja de girar.







El último día la lluvia cae con una gris constancia. Es un buen momento para un paseo solitario, cuando casi no hay rastro dee vida por las calles. Pero la llamada a la oración no distingue entre días buenos y malos y aparece siempre puntual, recordando que l avida no nos pertenece a mosotros, sino a un Dios lejano y distante al que debemos rendir tributo. Y en el momento de la llamada a la oración estoy prácticamente sola en la explanada entre la Mezquita Azul y Ayasofia. El canto del muecín sale desde la Mezquita Azul y agita los delicados hilos de la lluvia. Al momento, le responde el muecín de la mezquita pequeña situada en un lado de la plaza y en la que no se fijan los turistas, y durante unos minutos parece haber un duelo respetuoso entre las dos mezquitas, cuyos muecines no coinciden nunca en su llamada. Cuando finalmente el silencio cubre la plaza, sólo quedamos la lluvia, las siluetas de las mezquitas y yo. Y ya es tiempo de volver a casa.

No hay comentarios: