viernes, 11 de enero de 2008

Lisboa, día 3; Sintra, día 4

Todo hay que confesar: el tercer día en Lisboa es muy corto. No por culpa de Lisboa ni de los lisboetas, evidentemente, sino por los excesos de la noche anterior. Resumiendo: nos levantamos a eso de las dos de la tarde aproximadamente con unas ojeras de impresión aunque, por lo menos, sin la resaca pertinente. La ducha nos despierta a nosotras y a nuestros estómagos, así que levantamos el vuelo (aunque siempre cerca del suelo, para no pegarse una por si acaso) y nos vamos al centro, a ver si todavía encontramos algo abierto. Y si!!, tenemos suerte, y comemos una buena pasta en un italiano. Nos quedamos todavía allí un buen rato hablando; el día no acompaña mucho, las nubes oscurecen el cielo bastante, y nosotras no tenemos demasiadas ganas de movernos. Acabo haciendo una casi sesión de terapia con Paola; de verdad no entiendo por qué tanta gente me pide consejo cuando tienen problemas sentimentales, cuando a mi en estos asuntos me va más o menos como el culo. Otro misterio inescrutable de la vida.

Decidimos subir en el Elevador de Santa Justa al Convento do Carmo. Las vistas desde la plataforma del elevador son, una vez más, impresionantes; esta vez vemos las colinas de Alfama, el castillo de San Jorge. Alrededor de Sé, la catedral, una bandada de pájaros hace piruetas sobre el fondo grisáceo del cielo que empieza a chispear delicadas lágrimas de despedida. Los muros de la capilla de Convento do Carmo, destruido parcialmente por el gran terremoto que azotó Lisboa en 17... , se ven nítidamente; en el fondo quizás no haya nada más coherente en el mundo que ese templo que carece de cubierta, abierto el cielo en una oración eterna, sin barrera ninguna. Es casi ya despedida de esa ciudad que se mete en las venas con su manera de ser, de estar, de fluir, esa ciudad que brilla allí abajo con miles de luces de colores.






Después de tomarnos algo en una cafetería cualquiera volvemos un momento al hotel para dejar descansar a los cuerpos y a las mentes. Pero por la noche salimos a cenar; aunque parece que el cielo está deshaciéndose en un diluvio universal, nosotras queremos despedirnos de Lisboa con notas de fado y, mojadas hasta la rodilla, conseguimos (evidentemente sin reserva) la última mesa en un restaurante donde cantan algunos artistas. Son diversas las actuaciones, algunas mejores que otras, pero lo que está claro es que el fado tiene alma, alma que impregna el cuerpo del quien lo escucha con su saudade. Dicen que los portugueses son una nación melancólica; pero el fado, más que melancólico es simplemente realista: parece que nadie se dio cuenta mejor que ellos de que la felicidad no es más que un momento transitorio que siempre pasa, y de que no existe la dicha completa, porque hay algo dentro de nosotros mismos que la empaña, algunas veces el miedo o la inseguridad, otras el azar o el destino.

Al día siguiente abandonamos a Lisboa. Antes de ponernos rumbo a España, nos vamos todavía a Sintra, este pueblo que es ilustración de un cuento algo loco. Paseamos por sus calles estrechas, y admiramos sus palacios, castillo y casa pintadas de colores. Pero es hora de volver, y el viaje transcurre en silencio, como si se necesitara un poco de soledad para volver a revivir en la memoria los días pasados, para guardar en el interior las imágenes que la retina descubrió y grabó con cuidado, para que no se olvidara ninguna. Hasta el próximo viaje.

No hay comentarios: