viernes, 4 de enero de 2008

Lisboa, día 1

Salimos de Sevilla temprano porque hay muchos kilómetros por delante; y sin embargo no hay ningún agobio, ninguna prisa, sólo el coche y la carretera que promete nuevos destinos. Nos permitimos varias paradas para reponer fuerzas y estirar las piernas, siempre sin dejar de hablar, porque Paola y yo siempre tenemos algo que decirnos. Aún así, llegamos a Lisboa en pocas horas, principalmente gracias a que las carreteras estén casi desiertas. Sólo queda dejar las maletas en el hotel y ya se puede empezar a disfrutar de los encantos de Lisboa, de sus calles, de su gente.

Con el metro vamos directamente a Baixa, la única parte de la Lisboa histórica que no está ubicada en una de las siete colinas que conforman la capital lusa, sino que está rodeada por ellas, inclinándose suavemente hacia el Tajo a través de sus sucesivas plazas. Lo primero es saludar de nuevo la estatua de Fernando Pessoa, anclada siempre en una mesa del Café A Brasileira en pleno Chiado, como esperando que alguien se sentara a hablar con él, y no sólo para hacer una foto típica. Bajamos tranquilamente por la rua Garrett; hoy solamente tenemos ganas de andar por las plazas, admirar desde el Rossío al convento do Carmo que se abre al cielo con sus arcos semiderruidos, para luego bajar hacia la plaza de Comercio por la rua Augusta que brilla las luces de escaparates y adornos navideños. Un clarinetista toca en la calle viejas canciones vestidas de nostalgia; unos metros más adelante encontramos un pequeño puesto con ingeniosos juegos hechos de alambre, y nos reímos mucho intentando solucionar aunque sea los más fáciles en compañía de otros tres curiosos, una pareja con un amigo. En realidad más que los malditos alambres que no hay por donde coger, me atraen los ojos de ese desconocido que sonríe al otro lado del desvencijado tenderete atendido por un señor tan amable como todos los lisboetas y que al final, cuando por fin logro desenganchar la flecha, me vende el juego en forma de corazón. No puedo dejar de sentir alguna vibración por dentro escuchando esa risa franca y abierta que me dirige el hombre como esperando que me quede un momento más al lado de este puestecito tan humilde, porque a veces en un solo momento, en una sola mirada, se concentra toda una vida.



Pero ya es prácticamente de noche, y el frío húmedo cae sobre Lisboa en cuanto desaparecen los últimos rayos de sol. Es el momento de resguardarse y fortalecerse con algo caliente, así que abandonamos la rua Augusta y volvemos a A Brasileira, donde logramos conseguir dos asientos en una mesa. Al lado nuestra, dos amigas españolas jubiladas, Mayte y Encarna, que comparten con nosotras los secretos ya descubiertos de Lisboa y que, sin saberlo, nos dan ideas para la Nochevieja. En la misma mesa, un señor inmerso en la corrección de un manuscrito rodeado de libros; pensándolo bien, no se me ocurre mejor sitio para hacerlo, a pesar de estar abarrotado de gente que habla en todos los idiomas del mundo.



Después de descansar, otro paseo por las calles inclinadas del Barrio Alto, para acabar en una tasquita pequeña y sin grandes pretensiones, pero llena de portugueses y que, sobre todo, sirve un bacalao delicioso. A estas horas ya estamos cansadas y hambrientas, con lo cual la cena la pasamos casi en silencio. Bajando hacia el metro vemos estremecerse las luces de la Baixa a lo lejos. La ciudad está ya casi vacía, pero bajo su aparente tranquilidad la vida y la realidad siguen su curso, que nosotras interrumpimos con nuestros pasos en la acera.

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