Pero quizás los habitantes de Tenerife de antaño no tuvieran tanta curiosidad por las islas que les rodeaban teniendo todo un mundo por explorar en aquella enorme roca surgida de la actividad colérica e irascible de los volcanes, los mismos que tiñen sus playas de arena negra, sus costas de acantilados abruptos, y su interior de tierra rojiza y estéril, fruto del interior de la tierra oxidado por el paso del tiempo. Poca tranquilidad hay en los paisajes de la isla que dan fe del anhelo de la lava por alcanzar al cielo en un intento siempre frustrado por aquella fuerza de gravedad que inevitablemente la atrae hacia el mar que luego acude a consolarla y azotarla con lametones y latigazos de sus olas. Entre el mar y la montaña se agrupan asentamientos humanos que desafían las alturas y las dificultades, compensadas quizás por la contemplación de los juegos que el sol se trae con los dos elementos esenciales de la isla.
Y lo más importante, lo más imponente: el pico portentoso del Teide que atrae todas las miradas y que marca el terreno con sus lenguas de lava que se superponen indicando las sucesivas erupciones, los sucesivos enfados del volcán. No importa el hecho de que ahora parezca dormido; es el sueño de un titán que algún día puede despertar y hacer que de nuevo tiemble el suelo y que se levante el mar aplastado por el peso de las rocas ahora ocultas en el interior de la panza verduzca del Teide, el rey indiscutible de la isla, creador y destructor a la vez.
Es el volcán también el rey de las nubes, porque se eleva por encima de ellas; así, igual que a la llegada, a la partida la imagen es otra vez la misma: un mar estático y frío, al que el sol hace cosquillas al atardecer con su luz anaranjada que rinde el homenaje al dios único de la isla, el majestuoso Teide.